Posiblemente no exista en la Historia de España un personaje que, como Goya, ilumine de una manera más clara un determinado periodo histórico, si exceptuamos, claro está, determinadas figuras reales que, para bien o para mal, llenan largas etapas de la Historia de España (Carlos I, Felipe II o Carlos III). Y no es que no haya figuras, en el mundo del arte, tan preclaras como el pintor aragonés. Velázquez y Picasso ‑sobre todo estos dos‑ están a su altura, si no le superan, pero las circunstancias históricas con las que coincide Goya, la trascendencia de su pintura crítica y comprometida, le dan un carácter de símbolo, de referencia de una determinada manera de concebir la vida y la sociedad. Su vinculación a posturas políticas y culturales que hoy llamaríamos progresistas y que entonces estarían ligadas al incipiente liberalismo político (distingámoslo ya del económico)[1] le hacen jugar un papel descollante.
Nació en Fuendetodos (Zaragoza), el 30 de marzo de 1746, cuando aún reinaba Felipe V, el nieto de Luis XIV; y murió en 1828, en el exilio de Burdeos, en las postrimerías del reinado de Fernando VII, el más nefasto de los reyes de España. Una larga vida en la que comienzan a asomarse las reformas que poco a poco cambiarían las estructuras políticas, sociales y económicas de Europa y, en menor medida, de España.
Goya, a través de su pintura, se convierte en uno de los símbolos de las transformaciones apuntadas. Barroco, rococó, neoclasicismo, romanticismo, impresionismo, expresionismo, surrealismo, entre otras tendencias ligadas al pintor aragonés, se suceden con la fuerza de un torbellino imparable. Y todo ello unido a una ideología que evoluciona con las propias transformaciones que se van produciendo en Europa. Pintura e ideología acompasadas.
Autorretrato de Goya.
Si observamos los primeros cuadros importantes de Goya, hechos para la fábrica de tapices, podemos comprobar su evolución técnica, psicológica e incluso ideológica. Desde un cromatismo lleno de luz, de colores cálidos y luminosos y unos trazos simples, nítidos, con escenas llenas de frescura e ingenuidad (véanse algunos lienzos para tapices: el quitasol, la gallina ciega) que, no obstante, se van enturbiando, endureciendo y abocetando algo más tarde, hasta entenebrecerse totalmente, en una etapa posterior, por medio de los negros y grises de sus pinturas negras (p. ej. “El coloso” ‑hoy puesta en duda su autoría‑, “Viejos comiendo sopa”). Y ello por dos razones:
1.º. Por su propia evolución vital. A partir de los años noventa (1790), la sordera le va agriando el carácter y, en consecuencia, su paleta se va haciendo más dura, más tétrica.
2.º. Por la evolución política. Desde la ilustración hasta la guerra contra los franceses (¿de independencia, de liberación o, simplemente, de resistencia?). Desde la esperanza de un reformismo ilustrado hasta el absolutismo más feroz. Su liberalismo y su afrancesamiento sufren el terrible golpe de la guerra contra los franceses que ahonda en una abierta contradicción: la de censurar la barbarie del invasor y la de permanecer abierto a las ideas regeneradoras que vienen de Francia.
Recordemos que, durante el siglo XVIII, se estaban poniendo en Europa los cimientos de un régimen liberal, basado en las ideas de Montesquieu (separación de poderes), Rousseau (voluntad general) y de la Ilustración (la razón como norma), las cuales influirían decisivamente en la independencia de los Estados Unidos de América y su paralela revolución política, y en la Revolución Francesa, de tanto atractivo en todo el continente europeo.
Por lo que respecta a España, el reformismo ilustrado de tiempos de Carlos III se trunca precisamente tras el triunfo de la Revolución Francesa, por el temor de la monarquía, de la nobleza y del clero a verse inmersos en un proceso parecido. El cordón sanitario, que el conde de Floridablanca implanta para resguardarse de las “maléficas” influencias provenientes de la vecina Francia, nos sumerge de nuevo en una política reaccionaria, dominada por las clases privilegiadas: el clero y la nobleza, con el añadido ‑en España‑ del poder todavía importante de la Inquisición, al que Goya se opone y se enfrenta (con mucha suerte para el pintor). La política española cambiará respecto a Francia, cuando la revolución se modere (Directorio) o se falsee (Napoleón). Son años de sumisión política hacia Francia. El tratado de Fontainebleau será la más seria señal de alarma de que las intenciones de Napoleón son las de satelizar a España, apoyándose en las ambiciones de Godoy y en la indignidad de Carlos IV y de su hijo Fernando VII, que ceden a Bonaparte el reino sin la más mínima resistencia. No sólo la ética sino también la estética son mancilladas por estos abyectos personajes. (Observamos en Goya, a través de sus retratos, la simpatía o antipatía que suscita cada personaje en el ánimo del pintor: Fernando VII versus Jovellanos o Francisco Bayeu).
A partir del tratado de Fontainebleau, la situación se precipita. El gran ejército de Napoleón penetra en España, al mando de Murat, y, en cumplimiento del citado tratado, que suponía la creación de un reino (el del Algarbe) para Manuel Godoy, comienza la ocupación de España como iniciativa previa para la conquista de Portugal. Como todos los ejércitos de ocupación, la Grand Armée comete los desmanes que todos conocemos: violaciones, botines de guerra, ocupaciones de viviendas privadas y de edificios públicos, y todo un largo etcétera que acompaña siempre a la presencia de soldados invasores. La respuesta va a ser el 2 de mayo, en Madrid, sobre todo. Será una reacción eminentemente popular, en la que predomina la espontaneidad frente a la trama o a la conjura contra el invasor. Las clases populares, sin dirección política ni militar durante esos primeros días, reaccionan ante el francés, con la dignidad herida ante la violencia de éste. El levantamiento no entiende de tácticas ni de estrategias, y menos de soberanías nacionales o de reivindicaciones patrióticas. Esas masas no piensan «La patria está en peligro», sino «Nosotros, el pueblo, estamos en peligro». Y luego, más tarde, se recogerá esa fuerza y se conducirá hacia metas políticas y patrióticas; pero será después de esos primeros días de cólera, a los que se refiere el novelista Arturo Pérez Reverte.
Efectivamente, en 1808, las tropas francesas se instalan en Madrid. Goya, como muchos de los madrileños ilustrados, liberales y francófilos, se encuentra en una situación contradictoria. Por una parte, espera que los franceses comiencen a realizar las ansiadas y necesarias reformas; y, por otra parte, no puede eludir su sentimiento de orgullo, herido por la barbarie cometida por los soldados de Napoleón.
El enfrentamiento entre esas masas populares, que han perdido el miedo, y la fuerza invasora, representada por los mamelucos, tiene su expresión en La carga de los mamelucos; y la represalia posterior, ordenada por el mariscal Murat («El derramamiento de sangre francesa clama venganza»), contra los sublevados madrileños, la tiene en Los fusilamientos del 3 mayo (que comentaremos en otro artículo).
En todo caso, los dos cuadros de Goya, además de la técnica impresionista empleada, rezuman romanticismo, sobre todo en Los fusilamientos, y expresan la violencia implacable de la guerra. Con esa visión de la crueldad y violencia de la guerra, sobre otras consideraciones, Goya se nos muestra como un pacifista avant la lettre. Le horroriza la guerra; de ahí, sus Desastres de la guerra, grabados espeluznantes en los que nuestro pintor denuncia las situaciones a las que conduce la guerra.
Las escenas pintadas por Goya constituyen la constatación de la condición humana, que es fea y violenta, miserable y patética, nada compasiva con el otro ser humano que tiene enfrente. Qué lejos de la bella concepción de la guerra de La rendición de Breda de Velázquez, el famoso cuadro de Las lanzas (cuyo comentario hicimos al tratar de la obra de Velázquez).
La guerra fue el horizonte de la vida del pintor aragonés a partir del año 1808. Aquel oasis de esperanza que significó la Constitución de 1812 sólo supuso un breve paréntesis en el desaforado camino del absolutismo. No es de extrañar, pues, que, tras la vuelta de Fernando VII, la restauración del absolutismo, la extensión de la represión, la delación, la persecución de los liberales, los pronunciamientos, completasen un panorama de inestabilidad que harían precaria la vida para una persona como Goya, amigo de los ilustrados y afrancesados, ligado a personas de conocido liberalismo, requerido por la Inquisición, cada vez menos estimado en los círculos oficiales y cortesanos. Todo ello, y no sólo la sordera, influyó en su manera de ver las cosas y en el modo de representarlas. Es verdad que, ya a finales del siglo XVIII, su pintura había experimentado un notable cambio, que se hace verdaderamente espectacular desde su reclusión en la llamada “Quinta del Sordo”, en donde alumbró sus Pinturas negras (Saturno, Aquelarre), un desgarrado canto a la desesperanza, en donde el color, los temas, la composición, la pincelada… acompañan la tétrica mirada de un pintor desengañado de la vida y refugiado en los pensamientos más negros y negativos de su subconsciente. De ahí la dimensión surrealista de su pintura, más de un siglo antes de que Dalí, entre otros, desarrollase esa tendencia pictórica.
Un capítulo muy importante, en la trayectoria pictórica de Goya, lo ocupan sus relaciones con la Inquisición (recomiendo la película “Los fantasmas de Goya”). Aunque, hasta su muerte, fue creyente católico, no pudo soportar los abusos y excesos de una iglesia fuertemente ligada al absolutismo más cerril. Goya, además de hacer ostentación de su liberalismo, se burlaba de la moral cristiana, la cual criticaba que Leocadia Weis viviese con él, tras su viudedad. El resultado final tuvo que ser, inevitablemente, el exilio, instalándose en Burdeos, en donde nos dejó una pequeña joya: “La lechera de Burdeos”.
Los motivos más claros de su enfrentamiento con la Inquisición hay que buscarlos en Los Caprichosy en Las Majas, aunque el resto de sus grabados y las pinturas negras de la llamada “Quinta del Sordo”, en donde se refugió cerca de Madrid, no facilitaran precisamente el buen entendimiento entre Goya y el Santo Oficio.
Por lo que refiere a sus Caprichos, el realismo satírico, fruto de una indomable voluntad de denuncia y rebeldía, pone en el punto de mira de Goya al clero y a la Inquisición, a los que ridiculiza de manera implacable. Inmediatamente denunciados al Santo Oficio, tuvo que intervenir el todopoderoso Manuel Godoy para detener el proceso contra Goya.
En cuanto a Las Majas, fueron un encargo hecho por el superministro Manuel Godoy. Durante mucho tiempo, ha corrido la noticia (o el bulo) de que se trataba de un retrato (uno más) de la duquesa de Alba. Era la culminación del más puro romanticismo, en el que la gran duquesa, con más títulos que los propios reyes, se aviene a posar ante Goya, un artista plebeyo, de quien ‑también‑ se afirma su enamoramiento. Pero, posiblemente, la imaginación popular no coincidía con la realidad. Según Luis Alonso Tejada, con argumentos bastante verosímiles, el personaje retratado es de una joven de unos 20 años y no el de Cayetana que, obviamente, tenía ya 38 años cuando fue pintada por Goya. Puede admitirse que Goya pudiera haber disfrazado el rostro por prudencia, pero el cuerpo desnudo del retrato pertenece a una mujer en toda su plenitud, posiblemente Pepita Tudó, amante de Godoy, de 21 años de edad. Frente a una mujer sumisa, u otra que oculta su rostro, ésta es una mujer desafiante, segura de sí misma, sin la excusa mitológica utilizada en el Renacimiento o en el Barroco (Boticelli, Giorgione, Tiziano o Rubens) o el posado de espaldas para no mostrarla de frente (“La Venus del Espejo”, de Velázquez). Aquí se trata de una mujer del momento y no cualquiera, sino la amante querida del primer ministro, a quién éste le fue fiel siempre, hasta el punto de casarse con ella cuando enviudó de la condesa de Chinchón.
La maja desnuda (Goya).
También Las Majas, cuando llegó el periodo absolutista de Fernando VII, fueron objeto de denuncia ante la Inquisición, una vez restablecida ésta, buscando así implicar al pintor y, sobre todo, a Godoy, que había sido su protector artístico tanto en Las Majas como en Los Caprichos. La absolución de Goya tuvo un precio para él: el silencio. Las Majas fueron secuestradas y Fernando VII envió los dos cuadros a la Real Academia de San Fernando, al mismo cuarto oscuro que el resto de los desnudos pintados por nuestros clásicos (Velázquez o Tiziano)[2].
Una vez más, el vértigo contrarrevolucionario choca contra los intentos de Goya por denunciar la hipocresía, la ignorancia y la opresión. Para Goya, los monstruos que destruyen la libertad del hombre (la superstición, la ignorancia y la intolerancia) son los males de siempre. Por eso, trata de combatirlos con su pintura. Esa es la razón por la que, siendo él religioso ‑aunque no beato‑, caricaturiza a la Iglesia y a sus inquisidores ignorantes y crueles (“El Santo Oficio”, “El gran cabrón” o “La romería de san Isidro”), lo más reaccionario de lo reaccionario.
A modo de conclusión, podemos hacer una serie de consideraciones sobre la evolución artística del pintor y sobre su trascendencia pictórica.
Se trata de un pintor poco precoz, de notable lentitud en el aprendizaje, de tal manera que, de haber vivido los años de otros pintores como Rafael, Masaccio o Fortuny, su obra hubiera pasado desapercibida.
Su arte está en una continua y permanente auto-revisión. La obra de sus primeros momentos no tiene nada que ver con los cuadros de sus últimos treinta años.
Practica un arte de contrastes: Goya es el pintor de las fiestas y de los fusilamientos, de los niños que juegan y de las brujas horribles que se reúnen en aquelarres sabáticos. ¿Es un pintor realista o un artista fantástico que rehúye una realidad insatisfactoria y por eso crea un mundo visionario?
En conjunto podemos destacar dos etapas artísticas:
1. Triunfos personales y visión optimista de la vida con predominio de los colores grises y rojos, la factura acabada, el dibujo de trazo continuo y los temas amables (“El quitasol”, p. ej.).
2. Sufrimiento y visión patética, con creciente presencia del negro, la factura de manchas (impresionismo), el dibujo roto, los rostros inacabados o esbozados, los temas dramáticos o de una fantasía sombría (“Saturno devorando a su hijo”, entre otros muchos de la “Quinta del Sordo”).
Como valoración de la pintura de Goya, constatamos su intento de crear un mundo propio en el que la fantasía y la crítica jueguen un papel más importante que el de la realidad visual.
Desde la concepción del arte, sigue la estela de “El Bosco” (con sus fantasías) o de Valdés Leal (con sus visiones apocalípticas); pero, desde la técnica, se encuentra más en la dirección de Caravaggio y, sobre todo, de Velázquez.
Del neoclasicismo, rechaza su ajuste al dibujo, su academicismo y estatismo, saltando hacia atrás, hacia el Barroco, en donde adquieren preponderancia el color, la luz, el movimiento o la composición abierta y dinámica.
Se ha dicho muchas veces que Goya es el primer pintor moderno… Recorre todos los estilos y construye una síntesis. Por eso, muchos de sus cuadros no pueden adscribirse a un solo estilo o movimiento artístico, sino que participan de varios. Hay cuadros románticos, impresionistas o surrealistas; pero, al mismo tiempo, simbolistas, barrocos o expresionistas, aunque en cada época de su vida esté más a gusto con una que con otra tendencia.
NOTA: He procurado recoger en mi artículo los aspectos personales, políticos y, sobre todo artísticos, más importantes de la genial figura de Francisco de Goya y Lucientes, pero soy consciente de que es imposible abarcar toda su obra en tan escaso espacio. No es que me haya olvidado de su Tauromaquia o sus Disparates, ni haya postergado sus innumerables retratos o sus frescos de Zaragoza o de Madrid. Estuve viendo el año pasado los frescos de San Antonio de la Florida, en la capital de España, y son, sencillamente, maravillosos. Goya es más, mucho más de lo que modestamente he querido o sabido aportar. De todas formas, completaré este artículo con tres más que analizarán obras tan importantes como “La familia de Carlos IV”, “Los fusilamientos del 3 de mayo” y “Saturno devorando a sus hijos”.
Cartagena, 30 octubre de 2014.