Por Mariano Valcárcel González.
El Papa Francisco, este hombre con buenas intenciones que trae algo de cabeza a la carcundia ortodoxa del catolicismo establecido, piensa que ya es hora de plantearse ciertas cuestiones bajo una perspectiva más discutible. Supongo que, si no lo hace bajo ese paraguas mágico de la “ex cátedra”, sus propuestas pueden ser discutidas, rebatidas y hasta ignoradas.
Creo que se entiende que la intransigencia dogmática aparta del cuerpo de creyentes a muchos. Puede que sea así, pero lo curioso es que esos muchos han optado por vulnerar voluntariamente (u obligados por las circunstancias) sus creencias, por violarlas, sabiéndose por lo tanto apartados. Volveré sobre este aspecto en otra ocasión.
Voy al hecho cierto de la ruptura de parejas, del final de su convivencia, sean legalmente establecidas o no. Cierto es que en nuestra España hay cada día más. Y habría que ir al origen de esto. Pues que son muchas las posibles causas que provocan estos desajustes y sus consecuencias.
Se da en todos los casos, parejas jóvenes, menos jóvenes y hasta ya bastante envejecidas. En ricos y clases medias (las que van quedando) y también en pobres, pero menos. Porque, sin dudarlo, la ruptura cuesta (y un pobre no puede permitírsela) material y emocionalmente. En parejas veteranas, puede producirse un cansancio arrastrado, el tedio más absoluto, la incomunicación como hábito y hasta el engaño establecido como costumbre (o súbitamente conocido) y todo o parte de ello llevarlos a esa decisión; también se admite que, a veces, es la dependencia económica de la mujer ‑en general, respecto al marido (en estas parejas de años)‑ la que impide tomar la decisión del separarse (y la que propicia la permanencia de la violencia de género en estos casos). Bien; también es cierto que muchas parejas consolidan ya su situación, la ponderan justamente y la aderezan con un cariño y un amor a prueba de desastres.
Lo que me llama la atención es la propensión a la ruptura que hay en parejas jóvenes, matrimoniadas oficialmente o no. Cada día me entero de más casos en los que la pareja se separa, se divorcia (y no entro ya en si hay o no violencia de género). Me admiro de esta situación, porque me muestra unos indicios de que las cosas no van bien, de que no se están haciendo bien, de que en algo, y muy gordo, estamos fallando como sociedad y como personas.
Hoy las parejas van y, a la menor oportunidad o excusa, declaran su incompatibilidad mutua, o su choque con “otra” realidad que no esperaban… Y no se piensan en cómo superar esas dificultades, sino en cómo liberarse de ellas de forma inmediata. No soportan enfrentarse a sus problemas, no tienen la valentía de tomar el toro por los cuernos y torearlo con valentía, no quieren tomar decisiones difíciles en verdad (más que las de la separación), porque han estado acostumbrados a que esas decisiones y esas soluciones les hayan sido siempre dadas por otros, porque han vivido en una burbuja de protección absoluta en la que sólo tenían que salir o entrar en cuanto les convenía. No quieren problemas ni responder de los mismos.
No se aguantan. Porque aguantar es ceder, compartir todo, hasta lo más amargo, ofrecer salidas, crecerse juntos y diluirse en el todo de la pareja, de la familia… Cuando, en mis clases de adultos, alguna aseguraba que en su matrimonio no había discusiones ni problemas, yo me decía «Mientes», porque posiblemente trataba de ocultarnos que los había y gordos. Todo el mundo los ha tenido y los tiene. Otra cuestión es saber situarse ante ellos y superarlos. En una pareja, siempre surgirán motivos de fricción, de discusión, de enfrentamiento, de incomprensión… Los celos inevitables, la separación de amistades, la relegación a segundo plano (cuando aparecen los hijos), la familia que se entremete, la conciliación del trabajo que provoca desencuentros y desencantos, las manías verdaderas o inventadas, las prioridades… ¡Qué voy a escribir que no se entienda, se conozca e incluso se haya padecido!
Son obstáculos en el camino, o son caminos de diversa índole en los que se nos obliga a transitar, mejores o peores, con puentes o vados, y que, si queremos y somos constantes, los iremos avanzando y no solos, sino acompañados, que es la mejor forma de andar cualquier camino. Pero, si ante la primera dificultad o variación en la ruta nos acojonamos o determinamos que con eso no vamos a ir más allá, que no está hecho para nosotros y que nos volvemos al camino que otros ya nos prepararon, pues… tiramos el bastón que nos ayudaba, renunciamos al compañero que nos acompañaba y nos sentamos mirando hacia atrás. Desistimos.
Cuando nos casamos, mi mujer tenía veinte años. A los veintiuno, y ante mi destino inmediato en la Serranía de Cádiz, decidió bíblicamente:
—Donde tú vayas, vamos nosotras —pues ya teníamos una niña—.
Y se inventó una casa, un hogar propio y alejado, donde antes había habido comodidad de padres próxima y absoluta. Y así pasamos dos años, los más felices tal vez de mi vida. Y las dificultades se diluían en el día a día, en la monótona vida de un maestro que poco podía ofrecerle, en la alegría de la nena y sus piececillos algo torcidos que había que corregir, en los pequeños descubrimientos, en las salidas por la provincia y aledaños… Hasta en aquella carta que me mandó mi padre:
—¡Ha ganado Felipillo! —ante el triunfo socialista (él, que no militaba en partido alguno)—.
Algo nos falla. Y no va a ser por prohibiciones o anatemas, por lo que se resuelva. Y, desde luego, tampoco tragar con la violencia.