1.- El ardid de la madre superiora.
Durante algunos días estuve ilusionado con la idea de recibir la llamada de los estudios de televisión; pero, poco a poco, fue tomando cuerpo en mi cabeza el convencimiento de que nunca me llamarían. Aquellos contratiempos empezaban a hacer mella en mi moral. Recordé los consejos de Benitiño y decidí olvidarme de aquel disparate y buscar cuanto antes el primer empleo que me propusieran. Por falta de empeño no iba a quedar. Renuncié a los desvaríos de “El Colilla”, que me había prometido trabajar como oficinista en unos laboratorios y me ofrecía para cualquier tarea en la que solicitaran personal. No despreciaría ningún trabajo por humilde que fuera.
Empecé por el prestigioso centro educativo en el que solicitaban un profesor de francés. Era un edificio modernista, cercado por un muro de unos dos metros, cubierto de hiedra y rodeado de zonas ajardinadas, en la zona alta de la ciudad. Junto a la puerta, había un escudo de hierro forjado, con el nombre y el anagrama del colegio: “Los Prunos”. Otra ilusión y otro desengaño. Antes de llamar al timbre, me santigüé.
Me abrió la puerta una monja, bajita y sonriente, que llevaba un sencillo hábito marrón y sandalias de cuero.
—Buenos días, reverenda madre, vengo por el anuncio.
—Pase, pase. Yo soy la hermana Rovira, la portera. La reverenda madre está en el refectorio; tendrá que esperar en la salita.
—No tengo prisa.
Llamaba la atención la limpieza del recinto: la hierba limpia, recién cortada, y el jardín muy cuidado, sin una hoja seca ni un papel. La hermana caminaba delante de mí por un sendero de baldosas rojizas, colocadas en triple fila, para evitar pisar el césped. El aspecto del centro era magnífico: techos altos; molduras y cenefas de color gris; cortinas de encaje; paredes tapizadas de tela y cuadros antiguos pintados al óleo. Los muebles se reflejaban en el mármol del suelo, que parecía de cristal.
Cómo es la mente humana: esperaba una entrevista que acabara con mis problemas y no dejaba de pensar en Olga. Me senté, miré el cuadro de la Virgen, encendí un cigarrillo y me puse a rezar. Me invadía esa zozobra que se siente cuando uno se enfrenta a lo desconocido. Se abrió la puerta de golpe y apareció un cura con sotana; dijo «Bon día»,cerró de un portazo y se marchó. Se me empezó a revolver el estómago; estaba con un bocadillo de atún desde la noche anterior y en toda la mañana no me había llevado nada a la boca. Cuando me recibió la superiora, faltaban pocos minutos para las diez. Era una mujer alta y sarmentosa, de piel oscura, con los ojos pequeños y complexión masculina. Vestía un hábito como el de la hermana Rovira, pero no llevaba cubierta la cabeza; y, del cuello, le colgaba un gran crucifijo de plata.
—Buenos días, reverenda madre. Vengo por el anuncio. El periódico decía que precisan un profesor de francés.
—Cierto: pero decía también que enviaran currículo y la fotografía. ¿Los ha traído?
Por un momento, pensé que me echaba a la calle, sin escucharme. Quería mirarla a los ojos, pero me sentía tan inseguro como el que quiere arreglar un enchufe y no corta la corriente. La miré, intenté sonreír y debió sentir pena de mí, porque cambió el tono de voz y se mostró más amable.
—Bueno, ya que ha venido… Dígame, ¿dónde ha estudiado?
—En un colegio de jesuitas. He traído el expediente, por si me lo pedía: notables, sobresalientes y matrícula de honor en francés.
—Muy bien. Jóvenes como usted se necesitan en centros como éste.
Me dio un salto el corazón. No es que me considerara contratado, pero me alegraron sus palabras. Me había arrastrado un poco, pero había valido la pena.
—¿Tiene título?
—No, reverenda; el anuncio decía que no se precisaba titulación. Mire —saqué el recorte de la cartera y se lo entregué—.
—De acuerdo, pero tampoco está de más —dijo sin prestarle atención—. Vamos a mi despacho, le entregaré unos folios para que los traduzca y cuando los devuelva valoraremos el trabajo. Si todo sale bien, más adelante hablaremos de los honorarios.
Me enseñó las aulas, con mesas hexagonales, para niños pequeños, y me dijo que era un trabajo muy cómodo porque, sobre todo en invierno, los niños faltaban con frecuencia. Me entregó una carpeta con un buen paquete de folios, me preguntó si tenía máquina de escribir ‑le dije que no‑, y me contestó que no me preocupara, que volviera, cuando hubiera terminado de traducirlos, y preguntara por ella.
—Gracias, reverenda madre. No tardaré más de dos días.
Agitó una campanilla y apareció de nuevo la portera.
—Me gustaría seguir hablando con usted, pero no me es posible, compréndalo —dijo bajando la cabeza—. Hermana, acompañe a este joven.
Guardé los folios y el expediente como un tesoro; le di las gracias y salí a la calle, contento y feliz. En cierto modo, aquella mañana empezaba a trabajar.