“Barcos de papel” – Capítulo 06 e

5.- La España de los “grises”.

Salí a la calle, y respirar el aire de la mañana y ver la luz del sol me pareció un espectáculo maravilloso. Estaba tan animado que, al despedirme, le pregunté, a la señora que me había recibido, cuál era la mejor combinación para ir a la Plaza de la Universidad. Aún no eran las once de la mañana y tenía tiempo de pasarme a solicitar la beca de matrícula. Cogí el metro en la estación Provenza; era la primera vez que me aventuraba a recorrer aquellos túneles y lo hice con el espíritu temerario de Indiana Jones. Todavía no sé cómo fui a parar a la Avenida de la Luz ‑hoy desaparecida‑, unas galerías subterráneas, bordeadas por una interminable columnata, llenas de bares, tiendas, cafés, churrerías, peluquerías… Aquello parecía un parque de atracciones. Hasta había un establecimiento en el que se encargaban lápidas para el cementerio.

Lo más llamativo era la Casa de Montroy Masana, en la que destacaba un muñeco del tamaño de un hombre, vestido de baturrico, que echaba vino tinto de un pellejo a una cuba. Me quedé unos minutos embelesado, contemplando el chorro milagroso que nunca se agotaba. Enfrente había un puesto de perritos calientes, del que salía un aroma delicioso; compré uno y me puse a mirar, al lado de la parada, una tienda con discos, medallas, monedas y libros antiguos. Llamó mi atención un single de Harry Nilsson con el éxito del momento: “Without you”. Le dije a la señora que si podía escucharlo y me contestó que, si pensaba comprarlo, sí. Era regordeta, con la cara congestionada, que no les quitaba ojo a dos soldados que cogían una revista, la hojeaban, preguntaban el precio y volvía a dejarla en su sitio.

—No tocar los artículos —decía la señora de cuando en cuando—.

Me había terminado de comer el bocadillo y el disco llegaba a su final, cuando la vendedora se encaró con los militares.

—¿Vais a comprar algo? Lo digo, porque esto no es la Biblioteca Municipal.

Uno de los soldados cogió, de una caja de hojalata, una cruz de hierro alemana, la miró, se la enseñó a su compañero y preguntó el precio.

—Dos pesetas, Excelencia. ¿Se la envuelvo o se condecora usted personalmente?

Pagó las dos pesetas, se guardó la medalla en el bolsillo y le dijo al compañero.

—Con esta cruz, se me cuadra hasta el sargento de mi pueblo.

La señora me entregó el disco metido en un sobre y, pensando en la alegría que aquella noche iba a darle a Olga, salí por la boca de la calle Pelayo. Al llegar a la altura de los almacenes El Águila, vi estacionarse frente a la fachada de la Universidad cuatro Jeeps de la policía, con las ventanillas protegidas por una malla metálica. No hice caso y seguí adelante. Llegaron otras dos unidades haciendo sonar sus sirenas y media docena de antidisturbios, con los cascos calados y las viseras levantadas, que recorrían la acera exhibiendo sus porras y repitiendo en tono amenazante.

—¡Circulen! ¡Circulen! ¡No se detengan!

Un grupo de jóvenes, vestidos con vaqueros y zapatillas deportivas, les acosaban desde la plaza, sin parar de insultarles.

—¡Asesinos! ¡Cabrones! ¡Mercenarios!

Era una sensación extraña; no sabía si quedarme a curiosear o alejarme de la zona cuanto antes. Llamó mi atención una muchacha joven, acompañada de un chico con barba y pelo largo, que no paraban de hostigar a los policías. Otro policía se acercó por detrás, pero alguien les avisó.

—¡Pedro! ¡Laura! ¡Cuidado!

Echaron a correr y desaparecieron por la Ronda. La chica era alta, delgada, con una melenita al estilo de Mireille Mathieu.

De pronto, se acercó a mí un hombre de mediana edad, con un cigarrillo en la mano, gafas oscuras y un periódico bajo el brazo. Poco antes, había pasado junto a él, cuando miraba distraído un escaparate. Giró la solapa de la americana y me dijo con sequedad.

—Documentación, por favor.

Asustado y confuso le entregué mi carné de identidad, lo miró detenidamente y, enseguida, me lo devolvió. Cuando recuperé el aliento, volví a la pensión para ponerme a salvo. El tranvía era un horno. La gente repetía eso que se dice cada verano, cuando no se sabe qué decir: que ningún año había hecho tanto calor como aquel año. Durante el viaje, le fui dando vueltas a la cabeza: por un lado, estaba muy contento por la entrevista con el señor Vidal; y, por otro, tenía el miedo metido en el cuerpo. La imagen que recuerdo de aquella mañana es la imagen de la España de nuestra juventud: la España triste y oficial. La España del miedo, de la represión y de la falta de libertad.

Encontré a Catalina en el pasillo; miró el sobre con el disco que acababa de comprar y me saludó muy atenta. Me extrañó su actitud; estábamos a finales de septiembre y hacía dos semanas que no le pagaba mi pensión. Subí corriendo las escaleras, dejé el disco en la mesita, cogí el teléfono del pasillo, marqué el número de los estudios Miramar y, con el corazón en un puño, esperé a que me contestaran.

—Dígame —dijo una voz de hombre—.

—¿Don Federico Castro?

—Un momento, que le paso con su secretaria.

Tras una larga espera, cuando empezaba a pensar que la comunicación se había cortado, escuché la voz de una señorita.

—¿Dígame?

—Con el señor Federico Castro, por favor.

—¿De parte de quién?

—De Alberto Ruiz Alonso —contesté con mucha seguridad—.

—Lo siento, el señor Castro se encuentra en Madrid por un asunto urgente; pero no se preocupe: a su regreso le diré que ha llamado.

—Muchas gracias.

Y colgó.

Pasé una semana esperando la llamada del señor Castro, sin resultado. La semana siguiente empecé a llamar mañana y tarde, desesperado, a la señorita Nuria. (El nombre me lo dijo cuatro o cinco días después de hablar conmigo). Yo le preguntaba por el señor Castro; ella me entretenía diciéndome que iba a ver si se encontraba en su despacho; pasaban unos minutos, y me volvía a salir con alguna excusa: unas veces estaba reunido, otras en el plató, había salido de viaje, se encontraba indispuesto, o le había dicho que me llamaría lo antes posible. Debía de estar tan harta de mí, que una tarde me pidió el teléfono de la pensión y dijo que ella me llamaría.

 

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