Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.
Ramón Quesada, en esta ocasión, hace una sutil crítica de un concurso de peluquería femenina. Eso sí, después de recrearse en describir el desarrollo del mismo y de mencionar certámenes similares, que no hacen sino acentuar innecesariamente rasgos personales del sexo.
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«…se celebró el Campeonato Provincial de Peluquería Femenina, al que concurrieron numerosas participantes…». (Jaén, 10 de marzo de 1984).
De que todos los días son de aprender, es un hecho cierto. De que no te morirás sin saber algo más, también. Y si no, ¿cómo se explica que en la era del pantalón vaquero, en vez de la falda plisada, de zapatorros deportivos que suplen al elegante tacón “gilda”, de atuendos a lo “pija” y de greñas y pelijas por todos los lados que no se rasuran para tormento y mal vivir de barberos, se celebren campeonatos de peinados entre mujeres? Está claro: las participantes serán respetables señoras mayores, las esposas de nosotros los “carrozas” porque, lo que no paso a creer, es que las jovencitas de hoy, nuestras hijas, se presten a tales manipulaciones cuando ya sabemos cómo se “despeinan” ahora para ponerse en línea con una moda universal que no cambia ni a la de tres. ¿Dónde quedaron pues las redecillas para dormir, los rulos para hacer ondas, las pinzas para el moño y las tenacillas candentes para la permanente?
Las mujeres de esta década ‑me refiero a las de veinte para abajo‑ prefieren imitar en esto de la cabellera a los Rock This Town y no a Lola Flores; en el ropaje, a un Mike Oldfiel y por supuesto que no a una María Dolores Pradera. (Como verán, he mezclado los sexos en mis símiles por el mismo motivo que entre la adolescencia contemporánea se intercambian pelos y trapos hasta el punto de ser imposible en muchos casos distinguir el macho de la hembra y viceversa).
Pero de todas las formas ‑aquí parto una lanza en su favor‑, con los peinados más extraños, con las ropas más excéntricas, las españolas, nuestras andaluzas, tienen un encanto especial para alternar lo moderno con lo clásico y, en todo momento, en cualquier circunstancia, con buen gusto.
Hace unos años ‑me parece que fue en 1982‑, en una fiesta de la poesía a la que asistí como organizador, quedé gratamente sorprendido cuando las primeras damas, vestidas de blanco como novias, vi cómo cogían con delicadeza a sus elegantes caballeros del brazo y hacían el paseíllo hacía el estrado, precediendo a la reina del acto con el mismo garbo que esas bellísimas mariposas de ballet. Estas chicas, que ponían tan rica pincelada de luz sobre un fondo rojo y azul, eran las mismas mujeres jóvenes que un día antes se paseaban mascando chicle, con el cigarrito entre los dedos, con pantalón made in USA y cabello descuidado, muy moderno.
Lo que ignoro y quisiera saber es si en algún lugar del mundo se convocan concursos de peinados absurdos y de vestidos desaliñados. Porque, de ser así, estoy seguro de que la campeona, por muy hippy que se mostrara, ganaría el premio a traición. Ya que bien lavada, bien peinada, bien vestida y con porte de mujer, de querer ella, rompería corazones, conquistaría príncipes y se burlaría de su sombra y de todos, como ya ha sucedido en la historia de los hombres.
(17‑03‑1984)