“Barcos de papel” – Capítulo 06 c

3.- Con Olga en el tranvía.

El miércoles volví a telefonear a la oficina de don Ricardo Vidal, presidente de Ayuda Social Cristiana. Una señora muy amable, que debía de ser su secretaria, me citó para el día siguiente, a las diez de la mañana. Por fin, conseguía mi primera entrevista de trabajo. Busqué la carta del párroco de mi pueblo y le pedí a Catalina que me planchara el traje para el día siguiente. Me levanté temprano, me afeité, intenté sacar brillo a los zapatos, me puse el traje con la corbata granate y ordené la habitación. Me miré en el espejo: no tenía mal aspecto. Luego me asomé a la ventana y la luz y el aire me parecieron más hermosos que nunca. Puse el expediente académico en una carpeta, salí muy deprisa y me encontré con Olga en la portería.

—Hola, Alberto. ¿Adónde vas tan temprano?

Llevaba el pelo recogido, un traje de chaqueta de color claro, pantalón muy ajustado y unos zapatos planos muy brillantes, como de charol. Estaba guapísima. Yo quería causarle buena impresión y demostrar que era capaz de labrarme un gran futuro.

—Tengo una entrevista de trabajo.

—Eso está muy bien. ¿Está muy lejos?

—En la calle Balmes, esquina Diagonal.

—¡Qué bien! Llevamos la misma dirección.

Vimos llegar el tranvía y echamos a correr. Nos abrimos paso entre la gente y nos dejamos arrastrar por la avalancha. Venía más lleno de lo normal. Nunca me han gustado las multitudes: el sudor, los empujones, el amontonamiento… me molestaban no sólo por mí, sino por Olga. Bueno, por ella, mucho más. De cuando en cuando, recibía un pisotón de alguien que bajaba o subía y ni siquiera se molestaba en disculparse. Con una mano, me sujetaba a la barra; y, con la otra, protegía a Olga de los apretujones, rodeándola con mi cuerpo, como si fuera algo mío y me perteneciera. Sentía el roce de su pelo, la suave presión de su pecho contra el mío y el delicioso perfume de su piel. Poco antes de llegar a la calle Urgel, me avisó de que la próxima parada era la suya y yo debía bajar en la siguiente. Le dije que la acompañaba; al fin y al cabo no tardaría tanto en caminar una parada más. Por fin nos apeamos y pudimos hablar y respirar con tranquilidad.

—Me gusta ese perfume que llevas —le dije al oído—.

—Gracias. Tú pareces mayor con el traje y la corbata.

Mientras llegábamos a la plaza de Calvo Sotelo ‑hoy de Francesc Masià‑, le hablé de mis proyectos, de mi ilusión por estudiar y le pregunté en qué trabajaba.

—Trabajo en el consultorio del doctor Santamaría, en la décima planta del edificio del Banco de Madrid. Seguramente habrás oído hablar, a Catalina, de él. Es un hombre muy bueno. Soy auxiliar de clínica.

—Es un buen trabajo, pero deberías estudiar. Eres joven e inteligente.

—No lo creas… tengo algo en la cabeza; alguna cosa que no me funciona del todo bien… como un trastorno. Yo no noto nada, pero eso dijo el psiquiatra.

Me pareció un asunto tan delicado que cambié de conversación y le pregunté si el doctor Santamaría era tío suyo. Me respondió con otra pregunta.

—Alberto, si pudieras trabajar en cualquier cosa, fuera lo que fuera, ¿qué te gustaría hacer?

—Escribir; posiblemente, escribir.

—¿De verdad? ¿Te gustaría ser escritor?

—Me divierte escribir: en los últimos años de colegio, redactaba el discurso de bienvenida, cuando algún personaje importante nos visitaba.

—Oye, eso de ser escritor está muy bien. ¿No?

—No me hago ilusiones. De momento, soy un pobre estudiante sin trabajo y dudo mucho que más adelante consiga publicar alguna cosa.

—No digas eso. Algún día escribirás un libro que hable de nosotros. Será una historia triste, seguramente.

—¿Triste? ¿Por qué?

—No lo sé. Mi madre sabía leer las rayas de la mano y siempre me decía que yo no tendría suerte en la vida.

—¿Tú crees en esas cosas?

—No sé qué pensar. Me decía que sería muy desgraciada por culpa de un hombre; pero no te preocupes; nunca me lo creído.

Le quité importancia y le dije que esas fantasías eran producto de la imaginación de ciertas personas que se aprovechaban de la ingenuidad de otras, más confiadas.

—A nosotros nos decían que el demonio se pasaba todo el día a nuestro alrededor, para arrastrarnos a la condenación eterna.

—¿De verdad?

—Pues, claro.

—¿Y no teníais miedo por la noche?

—Cuando éramos pequeños, claro que sí; pero luego te acostumbras. Los mayores creen que, metiéndonos miedo, nos ayudan. Por eso te lo diría tu madre…; para que no hablaras con desconocidos.

Subía tan absorto, hablando con Olga que, cuando me di cuenta, habíamos llegado a la plaza. Me deseó suerte y me indicó el recorrido más corto para mi entrevista.

—No tiene pérdida. Ésta es la avenida Diagonal; la próxima calle es Casanovas; luego vienen Muntaner, Aribau… y la siguiente es Balmes. Me parece que es la cuarta; no tiene pérdida.

—Gracias Olga. Me ha gustado mucho acompañarte.

 —¿De verdad? ¡A ver si te doy suerte y empiezas pronto a trabajar!

Me paré en la esquina para volver a verla. Se aflojó la cinta del pelo, se peinó la melena con los dedos, entró en La Oca y, al instante, salió acompañada de un señor alto, delgado, con las facciones duras y una calva muy llamativa. Vestía un traje azul marino, camisa blanca y una corbata azul con rayas rojas. Ella parecía muy contenta, junto a aquel hombre tan distinguido: la llevaba cogida por el hombro y la miraba como a una diosa; abrió la puerta del Mercedes con mucha ceremonia, subieron al coche, tan elegantes en el fondo y en la forma, y se alejaron en dirección a Pedralbes. No sé por qué aquel hombre me produjo una preocupante impresión, mezcla de asombro y miedo. Mientras tantas personas vivían angustiadas por encontrar el casi nada de cada día, otras más agraciadas vivían la vida con que todos soñamos y pocos consiguen conquistar.

—¡La madre que parió al dinero! ¡Qué mal hecho está el mundo y qué complicado es todo! —dije para mí—.

 

roan82@gmail.com

Deja una respuesta