«Artículo 33.
1.Se reconoce el derecho a la propiedad privada y a la herencia.
2.La función social de estos derechos delimitará su contenido, de acuerdo con las leyes.
3.Nadie podrá ser privado de sus bienes y derechos sino por causa justificada de utilidad pública o interés social, mediante la correspondiente indemnización y de conformidad con lo dispuesto por las leyes».
Esto anterior está escrito en nuestra Constitución. Y creo que se entiende.
No sólo se tiene derecho a la propiedad privada; es que ese derecho tiene sus posibles limitaciones en orden a lo social y a la utilidad pública. Y parece ser que estos matices (bueno, no tanto son matices como mandatos) ni están ni se les espera, según lo que se ha desarrollado durante tantos años.
No hay más sordo que el que no quiere oír.
El instinto de propiedad es eso, un instinto básico. No se puede cercenar así como así; va con nuestra naturaleza, como homo sapiens. Igual que otros instintos básicos.
A quienes usan del sexo en demasía, se les dice adictos al sexo y se les cataloga como enfermos. El abuso en cualquier instinto lo consideramos desproporcionado, perjudicial para la misma persona, enfermedad.
Entonces, quienes abusan del instinto de la propiedad, desproporcionadamente, desmesuradamente, deberían ser considerados enfermos y, como tales, tratados y corregidos, hasta que lleguen a un estado de equilibrio idóneo para con ellos mismos y con los demás; y que no se conviertan en peligros sociales, en contagiosos.
El humano siempre ha pretendido poseer algo para sí, desde que se encuentra una piedra brillante, o un animalillo al que trasladar su afecto, o un bastón que había decorado en persona. Eso no se puede negar ni erradicar, manque le pese a los teóricos del comunismo a ultranza (todo es de todos y nada es de nadie). Es utópico y, como tal, peligroso y falso.
Leo un informe sobre el SAT que me confirma algunas cosas que ya me tenía sabidas. Aparte del control o negación de la disidencia (no se puede apelar a la libertad como eslogan, cuando no se aplica en el día a día, como ejemplo), me entero de que hicieron una marcha contra las parcelas de unos trabajadores del campo ‑algunos de ellos miembros del sindicato‑, que ellos trabajaban y que iban a serles adjudicadas en propiedad. O sea, que estos trabajadores del campo, como los demás jornaleros, y según los criterios de la cúpula del SAT, no podían salir nunca de la condición de jornaleros dependientes de otros (señoritos o cooperativas).
Es la negación de la propiedad, aunque pueda cumplir esa función de justicia social que tanto se olvida. Y es un maximalismo falaz, pues tener cierta propiedad y explotarla sin perjudicar ni explotar a nadie, no significa ser un cacique, un explotador o un insolidario.
La exacerbación de la propiedad privada, hasta consagrarla como intangible y mandamiento fundamental para el orden social y económico, es otra barbaridad y sin sentido. Es el otro extremo de la interpretación de ese derecho de la persona.
Porque el ansia de poseer con desmesura lleva siempre a más y más, sin entender de límites ni de usos sociales. Poseer a costa de despojar. Pues la riqueza ni se crea ni se destruye (es materia y energía) y únicamente se transforma y traslada. Así que la lógica nos dice que si uno alcanza muchas propiedades es porque, de una forma u otra, ha despojado a otro de las mismas. Y esto no tiene explicación ni justificación ninguna a la vista de la ética, de la moral y de la justicia.
La Constitución está, todavía, ahí. Y lo escrito en ella no debiera ser letra mojada, en todos sus términos. Pero hemos llegado a tal estado de deterioro político, social e institucional que cualquiera se está, impunemente, limpiando el culo con la misma.