Barraquer y la bolsa negra, y 4

La Estación de Linares‑Baeza cae, siguiendo el sentido de marcha, a la derecha. Algunos viajeros ya habían copado la puerta de salida. No quise precipitarme, puesto que aquí se suele hacer cambio de máquina y se separan los coches que van para Granada de los que lo hacen para Sevilla, con lo que la pausa puede superar los quince minutos.

Los viajeros vamos saliendo displicentemente del tren y se va produciendo la consabida escena del recibimiento familiar.

Algunos ya se habían adelantado y, entre ellos, una pareja (hombre y mujer), de edad “casi” avanzada, se había instalado en aquel dichoso banco donde dejé la bolsa olvidada unas noches antes.

Para mi sorpresa, descubro, junto a ellos, una bolsa negra con asas, idéntica a la mía, con el mismo escandaloso anagrama de un conocido hipermercado y en la misma posición que la dejé.

Caminé en aquella dirección sin quitar la vista de la bolsa ni a ellos. Debo admitir que, a pesar de la simpleza, me dio un vuelco el corazón.

«Esa bolsa es la mía» ‑dije para mis adentros‑, y empecé a esbozar algunas hipótesis, con sólidas bases, para llegar a la realidad: la bolsa ha podido permanecer en el mismo sitio y pasar desapercibida un par de días, máxime cuando la meteorología ha venido con tiempo frío, lluvioso y bastante desagradable, dando lugar a una considerable disminución del tránsito de viajeros. También pudo resbalarse hacia la parte posterior del asiento, desapareciendo de la vista somera del gran público, hasta que estos señores se han sentado a descansar, la han descubierto y se han apoderado de ella.

Al llegar a su altura, la mujer sale a mi encuentro con un ademán un tanto suplicante:

—Oiga, perdone, ¿va usted a Úbeda?

Mi respuesta fue afirmativa, aunque un tanto robotizada debido a que estaba más pendiente de la bolsa que de otra cosa. Mi afirmación hizo alegrar el rostro de la dama, que de nuevo me interpeló:

—Es que…, verá…, nosotros también vamos a Úbeda…, podíamos juntarnos, sacar un taxi y compartir los gastos.

—Ni gastos ni nada —contesté con cierto énfasis—. Nos vamos en mi coche. Ya hemos hablado por teléfono mi hijo y yo y ha quedado en venir a recogerme. De modo que, cojamos nuestras pertenencias, y vamos a buscarlo. Estará entre la gente.

La mujer no ocultaba su alegría, al igual que su marido que había seguido la conversación sentado en el banco. Y al momento la mujer gritó:

—¡Pepe… tráete los otros paquetes! ¡Ah… y no te olvides de la bolsa negra!

Sentí un volcán en el corazón. La cosa se ponía un tanto intrigante. Era una réplica de aquel sueño de los viajeros en el que cada uno llevaba su bolsa cogida de la mano.

Me puse junto a la mujer, caminando codo con codo, con la intención de cerciorarme sobre el verdadero contenido de la bolsa. A simple vista coincidía casi en su totalidad: unas cajas cuidadosamente envueltas en papel de regalo, unas frutas y un periódico. Eran ya demasiadas coincidencias.

La dama se percató de mi interés por la bolsa que se creyó, por deferencia, en la obligación de aclararme:

—Aquí llevamos unos regalillos para mis hermanos… Ya sabe… siempre que venimos se portan muy bien con nosotros y hay que tener un detalle. Llevamos también fruta para el camino… ¡Ah… la fruta!, cuando éramos jóvenes y viajábamos, hace cincuenta años, echábamos chorizos, tocino, la bota de mi marido y un buen pan del pueblo. Hoy ya ve… uvas y unos kiwis, que van muy bien para el tránsito intestinal.

Creo que los colores se me subían y bajaban sin darme cuenta.

«¿Habrase visto morro como el que tiene esta pareja?» ‑pensé‑. «Esto es el colmo, encima de que los llevo gratis a Úbeda, se quedan con mi bolsa y se comen la fruta. A este par de granujas les paro yo los pies».

Me adelanté un par de pasos para, al girarme, poderlos afrontar de cara para cantarles las cuarenta.

En ese momento, entre las cabezas de los viajeros, descubro a mi hijo que me muestra en alto una bolsa negra cogida de las asas. Nos aproximamos rápidamente y me cuenta:

—Me la acaban de dar en la dirección. Me han dado todo tipo de explicaciones, han sido muy amables: Aquella noche de tu marcha la recogió el guardia de seguridad, recorrió varios vagones preguntando por el dueño y no apareció, entonces la depositó aquí en la Jefatura de Estación. Un empleado de Renfe que iba en el tren hizo las gestiones oportunas desde Barcelona, en Objetos Perdidos, y lo comunicaron aquí. Así es que quédate descansando de una vez y vive tranquilo. Y ahora vámonos que tengo clase a primera hora y tengo que prepararla.

Me ayudó a coger el equipaje y, fijándose en la pareja que me acompañaba, dijo:

—Papá, ¿quiénes son estos señores?

almagromanuel@gmail.com

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