Mientras hay quienes prefieren mirar para otro lado, aunque sepan que están al borde del precipicio, los hay (o somos) quienes, sintiendo el peligro inminente, no podemos más que al menos avisarlo, honestamente, para que luego a nadie les cause sorpresa o, peor, un mal ya irreparable.
La ceguera viene de quienes se ciegan voluntariamente ante las evidencias; no, de no conocerlas. Los que, sin un ejercicio libre de su propia inteligencia, tal vez porque lo teman, aceptan el relato oficial sin chistar.
Como le escribía a un conocido en facebook, temo y huyo de aquellos que dicen no tener que arrepentirse de nada. Es, cuanto menos, una presunción de inocente soberbia; o, desde luego, de tener una conciencia demasiado laxa o embotada. Y especifico lo tal, porque es bueno, honesto y valiente admitir los errores e intentar corregirlos. Por mera honestidad, al menos. ¡Cuánto no si, además, se tienen creencias (religiosas) y se debe uno a las mismas!
Pues, en apariencia y para muchos de los que más claman y manifiestan pertenecer a esas creencias, lo anterior es mera filfa, mera anécdota, cosillas sin importancia en las que no merece la pena detenerse (y que les están justificadas, simplemente, por ser fieles militantes y hasta beligerantes). La hipocresía farisaica que perdura, a pesar de haber sido condenada explícitamente por el Jesús al que dicen seguir. Como en otras cosas. Falsos.
La pasta de los que marchan en esta dirección es la de los que se creen por encima del bien y del mal, porque pertenecen a la casta dominante, privilegiada. Y no deben rendir cuentas. Lo ininteligible es que se encuentren muchos perjudicados por los anteriores, pero que les justifiquen sus prácticas insolidarias. Sólo porque sienten como suyos, también, aquellos principios doctrinarios.
Montado el escenario en el que, según su doctrina y credo, se ha ido desarrollando la llamada “civilización occidental”, según la antítesis de la cultura grecolatina asociada a la creencia judeocristiana, insisten en que ello es tan fundamental que resulta ya inamovible. Y, siendo verdad que estas son las bases de nuestra actual cultura, no lo es menos que eso no quiere decir que sea perdurable para siempre, intocable e inalterable. Pues esto significaría inmovilismo, que nunca progreso. ¿Desconocemos que toda civilización ha surgido, desarrollado y luego declinado hasta desaparecer o transformado para no hacerlo?; esto sería como seguir empeñados en la planicie de la Tierra. Claro, que todavía los hay, y muchos, que creen a pie juntillas la literalidad del relato bíblico de la Creación.
Así que por un lado tenemos lo anterior y otra base doctrinaria tan arcaica como la anterior, que es la del “principio de autoridad”. Per sé. La autoridad, porque lo es, porque era por imperativo divino en su origen. Curioso, tan opuesta a esa cultura del demos griego, que se invoca como origen. Otra paradoja. En nuestro país queda encarnada por la Monarquía, pero hereditaria, que también las hubo electas (supuestamente inestables e imperfectas y no bendecidas por la divinidad). Y se invoca un respeto reverencial a la autoridad. La autoridad está por encima de la plebe a la que no debe sino sucintas explicaciones.
De lo anterior surge la casta aristocrática u oligárquica, que considera inferior a las demás. En civilizaciones arcaicas (o de arcaica vigencia) las castas son fundamentales. Afirma Preston, como causa antecedente del desastre español del 36, que los jornaleros les eran inferiores, si no subhumanos. Y, como tal, se permitían tratarlos. Inconcebible que subvirtieran el orden establecido de subordinación a la autoridad indiscutible. Lo peor es que esta actitud se transmite todavía en la tenida frente a los obreros, mera casta servicial prescindible. Y, si acaso, meros consumidores que conviene mantener como fuente de ingresos.
Civilización cristiano‑occidental, autoridad ungida. Pilares fundamentales. Nos quedaría un tercero, un pilar más unido a las emociones, a los sentimientos y, a la vez, a la pervivencia: la tierra. El lar, el terruño, el sitio donde se nace y se muere, donde las generaciones se afincan y del que se identifican. De ahí los apellidos que nos remiten a los ancestros y de los ancestros a los orígenes físicos, geográficos. Otro arcaísmo. Patria, del lugar del padre. Pero las personas no son árboles sembrados que forman un bosquecillo o una gran selva ‑según su número gregario‑, inmóviles y anclados a su lugar. A lo largo de los siglos los clanes o los individuos, cuando han tenido necesidad, se han desplazado, a veces hasta por curiosidad. Y estos desplazamientos lo han sido, en momentos concretos, de forma muy violenta y han generado grandes transformaciones y alteraciones en las civilizaciones, sociedades, creencias de los pueblos afectados; y los invasores, a su vez, terminan asentándose en esas nuevas patrias, asumiéndolas.
La rueda del mundo gira imparable y pretender trabarle ese movimiento poniéndole a sus radios los palos de los principios inamovibles, estos tan sacralizados como infundados, es ir contra el sentido de la Historia. Mas acá no se andan con sutilezas. Es mejor apelar a los tópicos totémicos, arcaicos, cerrados a interpretaciones en su irracionalidad: Dios, Patria, Rey.