Más dudoso sería aceptar el destino como elemento integrante de la secuencia histórica, aunque no tendríamos empacho, creo yo, en considerar la posibilidad de que unas fuerzas ¿telúricas?, extranaturales (tomando lo natural como lo que controlo y entiendo) pudieran incidir en el desarrollo de la historia: personal, profesional, regional, nacional o internacional. En ese sentido, hace poco escribí un relato autobiográfico, que titulé El tintero olvidado. Lo resumiré brevemente.
Cuando tenía yo diez años, fui seleccionado para un examen que, de aprobarlo, me permitiría ingresar en la Escuela de Magisterio de Úbeda, que regentaban los jesuitas. Así es que un día de mayo me convocaron para dicho examen que, la verdad, no sabía muy bien ni en qué consistía ni para qué servía.
Ese día, a las nueve de la mañana, empezó la sesión. Solamente llevaba un palillero, con su plumilla “corona”, y un tintero de marca Pelikan que me había comprado mi tía. Tras hora y media de examen, en la que tuve que responder a preguntas de catecismo, de matemáticas y de no sé qué más, nos dijeron que saliéramos del salón de actos donde se celebraban las pruebas. Así lo hice e inmediatamente me marché a mi casa, que estaba muy cerca del colegio. Nada más llegar a casa, mi madre, algo ajena al examen, me preguntó por el tintero. Y yo, entonces, como en el anuncio televisivo de los donuts y de la cartera, me dí cuenta de que me lo había olvidado encima de la mesa, así es que me volví rápidamente al colegio y, cuando llegué, los profesores estaban dando prisa a los alumnos para que entrasen nuevamente en el aula. Me dí cuenta entonces de que aún no había terminado el examen y, por lo tanto, me quedé hasta acabarlo. Cuando llegó el verano, me fui con mis padres a Valencia y, al volver, había una carta misteriosa que decía que había aprobado para ingresar en el colegio de Úbeda. El destino había jugado con mi futuro: estudié Magisterio en Úbeda, luego hice la licenciatura de Historia en Valencia y, finalmente, aprobé las oposiciones de ingreso a profesor de Instituto, eligiendo el Isaac Peral, donde estuve 28 años. La reflexión es la siguiente: no hay duda de que el olvido del tintero fue determinante para que yo fuese maestro de Enseñanza Primaria y profesor de Secundaria, pero ¿puede elevarse este olvido a causa general?
Mi hermano y yo (a la derecha) en la escuela.
Dice, más o menos, Edward Hallett Carr, importante historiador del siglo pasado, que las causas que hay que tomar como tales son aquellas que además de contener una clara racionalidad son susceptibles de convertirse en causas generales que afecten a distintos hechos e individuos con las mismas características: y esto no se daría en el olvido del tintero marca Pelikan. De modo que el destino, en líneas generales ‑no digo que siempre‑, podría reducirse a un elemento o conjunto de elementos azarosos que determinan el resultado final. Porque entre todos los que nos presentamos al examen aquel día, muchos aprobaron (porque habían realizado bien las pruebas) y no se les olvidó el tintero. Luego la causa general sería hacer bien el examen y eso es lo que cuenta en la historia.
Bueno, siempre es complicado entender la teoría; por lo tanto, me referiré a unos cuantos hechos concretos, sabiendo que voy a dejar interrogantes. Sabemos, como cierto, que el principio de causalidad es esencial para explicar en la historia; pero no es menos cierto que, a veces, el azar te juega malas pasadas, desviando los hechos de los que sus causas predecían. Al azar, pues, me referiré a continuación.
Blas Pascal, matemático, físico, teólogo, escritor… del siglo XVII, decía, más o menos, lo siguiente: «Si la nariz de Cleopatra hubiese sido más corta, el mundo hubiese cambiado». ¿Cuál era la razón de esta extraña aseveración? (Me ahorraré los detalles).
Cleopatra, reina de Egipto.
Tras el asesinato de Julio César por Bruto, se forma en Roma un nuevo triunvirato formado por Octavio Augusto, Lépido y Marco Antonio.
Apartado Lépido, quedaban Octavio y Marco Antonio frente a frente; pero, mientras el primero se asentaba en Italia, tratando de fortalecer su posición política y desprestigiando a Marco Antonio, éste, en el Próximo Oriente, mantenía unas relaciones tormentosas con Cleopatra (haceos una idea mediante el recuerdo de Richard Burton y Elisabeth Taylor, intérpretes de Marco Antonio y Cleopatra, aunque la belleza de estos actores no tenga nada que ver con los personajes históricos a los que nos referimos). El enfrentamiento entre Octavio y Marco Antonio se veía venir y, finalmente, se produjo en la batalla naval de Accio (31 a. C.), junto a las costas griegas. Fue un triunfo clamoroso para Octavio, al parecer, porque Marco Antonio no había preparado bien la operación, debido a su “enamoramiento” de Cleopatra (digámoslo en el sentido académico; Javier Marías sería un buen indicio en su libro Los enamoramientos). Tras esa derrota, Marco Antonio no encontró otra solución que el suicidio y Cleopatra, apurando sus posibilidades al máximo, aún intentó embaucar, con sus extraordinarios encantos, tanto físicos como intelectuales, al propio Octavio (como lo había hecho antes con Julio César y Marco Antonio); pero los gustos estéticos de Octavio, posiblemente, no aceptaban la nariz demasiado alargada y curva de Cleopatra (la clásica nariz aguileña) con lo que el hechizo y la seducción de ésta fracasaron. Ante esta situación, Cleopatra optó por suicidarse mediante la picadura de una serpiente, una especie de “suicidio a lo divino”. La historia ha recogido, a menudo, el suicidio romántico de Cleopatra tras el propio de su amante Marco Antonio, aunque no creo que haya de desecharse el intento seductor de la reina egipcia sobre Octavio Augusto, el futuro emperador romano. ¿Era verdaderamente la nariz de Cleopatra el motivo fundamental de todos estos movimientos políticos y bélicos? Sin duda alguna, no, pero… han corrido ríos de tinta para su interpretación.