Jaque mate al diálogo en dos “nivolas” de Unamuno, 03

Por lo tanto: si solo la realidad íntima ‑«la del que quiere ser o la del que quiere no ser»‑ es, según Unamuno, la que merece ser novelada, conviene observar al respecto, porque puede resultar paradójico, que para ficcionalizar esa sangrante realidad íntima, esa conciencia y personalidad en formación de sus personajes, Unamuno inserte la trama de sus ficciones en un contexto, por lo menos, tan cotidiano e incluso banal como lo era el de las novelas del Realismo. Por ejemplo, un casino, lugar típico de la sociedad noventayochista, al cual la RAE, en su segunda acepción, define así: ‘Sociedad de hombres que se juntan en una casa, aderezadas a sus expensas, para conversar, leer, jugar y otros esparcimientos, y en la que se entra mediante presentación y pago de una cuota de ingreso y otra mensual’. Pues en un casino, lugar visitado por nuestros protagonistas, tienen lugar las partidas de ajedrez de las dos novelas que aquí nos interesan (Niebla y La novela de don Sandalio).

Y, más sorprendente aún, es que, para expresar esa “nueva interpretación de la realidad”, Unamuno juzgue imprescindible el uso del diálogo/dialogía, es decir, la utilización de un elemento de la técnica narrativa que está considerado en la historia de la novela como uno de los grandes logros del Realismo: el diálogo.

Es muy conocido ‑y, en parte, ya fue reproducido más arriba‑ ese fragmento del cap. XVII de Niebla, en donde el personaje y jugador de ajedrez, Víctor Goti, fija los criterios de su invento narrativo que él denomina “nivola”. Conviene recordarlo:

«—Pero ¿te has metido a escribir una novela? —dice Augusto—.

—¿Y qué quieres que hiciese?

—¿Y cuál es su argumento, si se puede saber?

—Mi novela no tiene argumento o, mejor dicho, será el que vaya saliendo. El argumento se hace él solo.

[…] voy a escribir una novela, pero voy a escribirla como se vive, sin saber lo que vendrá.

—¿Y hay psicología?, ¿descripciones?

—Lo que hay es diálogo; sobre todo, diálogo. La cosa es que los personajes hablen, que hablen mucho, aunque no digan nada.

[…]

—¿Y cuando un personaje se queda solo?

—Entonces… un monólogo. Y, para que parezca algo así como un diálogo, invento un perro a quien el personaje se dirige».

Para Unamuno, la necesidad del diálogo se impone de tal manera que, en su opinión, dialogar equivale al acto mismo de vivir: vida y silencio son, por lo tanto, incompatibles. Es ‑diría yo‑ lo que hace imposible aquel umbroso y solitario quejido de Quevedo, cuando, en su famoso soneto, grita «¡Ah, de la vida! ¿Nadie me responde?».

Pues bien, esta reflexión acerca de la necesidad de dialogar, de conversar, de platicar, como dirían los latinoamericanos, se manifiesta y desarrolla en la obra de Unamuno mediante dos facetas, esencialmente: una, la vertiente filosófica; y otra, su secuela literaria en prosa, que es la que nos interesa aquí, aunque sepamos que entre las dos existe una relación orgánica.

En cuanto a la primera ‑la vertiente filosófica‑, la necesidad de coloquio se manifiesta mediante la Dialogía (1), esa polifonía interior y exterior que la analista Iris Zabala ha estudiado en su obra, titulada Unamuno y el pensamiento dialógico (1991), apoyándose, dicho sea de paso, en las investigaciones de Bajtin sobre la novelística de Tolstoi (2).

Según I. Zabala, en el proceso dialógico, cada acto enunciativo es una elaboración en la que cada interlocutor desempeña un papel activo. Un interlocutor es tanto «el otro» como «el yo», entendido éste a la vez como «sujeto» y como «objeto» de dicho proceso. Se produce, entonces, una simultaneidad de voces, una polifonía o diálogo de voces, que no es dialéctico, sino integrador, ya que no trata de dominar o de anular las otras voces, sino de incorporarlas.

De ahí que, en rigor, se pueda hablar de monodiálogo ‑término, por lo demás, unamuniano‑ y que se entienda por qué Unamuno afirmara en su ensayo de 1924, titulado “Alrededor del estilo” ‑cito‑, que «todo monólogo es diálogo»; y viceversa, «que casi todos los que pasan por diálogos, cuando son vivos y nos dejan algún recuerdo imperecedero, no son sino monólogos entreverados». Recuérdese aquel verso de don Antonio Machado que decía: «Converso con el hombre que siempre va conmigo».

***

(1) Utilizo el diccionario de la RAE (1992) y constato que la palabra Dialogía no figura en él. En cambio sí está el término «dialogismo: Figura que se comete cuando la persona que habla lo hace como si platicara consigo misma».

(2) Una investigación que ha prolongado A. Martínez en su libro titulado Lenguaje y dialogía en la obra de Unamuno (1998).

antonio.larapozuelo@unil.ch

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