Contemplativo

Me encanta mirar al mar.

Cuando puedo. Cuando, por diversas circunstancias, tengo que ir a la costa. No, no tengo apartamento o chalé (o adosado) en estas zonas; no, no me encuentro entre los que pudieron adquirirlos, bajo diversas y favorables condiciones. Pero el hecho es que, de unos años acá, debo ir a la costa.

Y me encanta mirar el mar. Pasear lento a su vera, mientras medito. Pasear oliendo, aspirando, respirando la humedad del viento marino. Mirando a lo lejos, para ver aquel barquito que se divisa allá al frente, o a este grande, de carga, que fondea en la bahía sin entrar al puerto, y allá se encalla días y días como sombra móvil y a la vez quieta, inquietante, oscura, silente, sin signos de humana vida.

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