El pan (I)

Cuando a un niño de los años cincuenta se le iba al suelo un trozo de pan, lo recogía, le soplaba para quitarle el posible polvo adherido, lo besaba y se lo comía. Era todo un gesto de reverencia al alimento base de su cultura. Ahora, en ese mismo caso, el pan iría directamente a la basura y serviría para alimento de las ratas. Es evidente que el pan, como símbolo, ha cambiado de valor en nuestra cultura.

Somos, esencialmente, ADN y cultura; de su mano hemos llegado a nuestro actual estado. Mejorar nuestra condición por el camino de la selección genética es un procedimiento impensable por su peligrosidad. Solo la cultura parece que nos pueda hacer mejores. Conservarla, analizarla y enriquecerla es el destino del hombre. Pero la cultura no es otra cosa que un sistema de símbolos de los que están llenas nuestras vidas (en la alimentación, el vestido, el arte, la construcción, la religión, etc.); y, si dejamos de conocerlos, los símbolos se quedan en puro gesto y pierden su valor.

En la actualidad, el hombre es cada vez más ignorante, y no solo por falta de interés o incapacidad de aprender, sino por la inmensa cantidad de conocimientos acumulados desde nuestra adquisición de racionalidad.

Desde los griegos, y hasta no hace mucho, los conocimientos se adquirían en lugares especiales (Academia, Liceo, Escuela, Universidad, etc.); pero, con la masificación de los medios de comunicación, el aprendizaje se hace desde cualquier sitio y en cualquier momento; y, lo que es más importante, con una presentación tal, que su compresión es relativamente fácil; con lo cual, lo que se adquiere tiende a la superficialidad, dejando de lado conocimientos sin los cuales difícilmente se puede comprender lo que somos, de dónde venimos y adónde vamos. Entre esos conocimientos, está el pan, un alimento que tomamos todos los días, de vulgar consideración, y cuyo valor en nuestra civilización es más que importante: es fundamental.

Hasta el descubrimiento del trigo, el hombre se desplazaba de un lugar a otro detrás de las fuentes de alimentación; pero, en el valle de Mesopotamia, el hombre descubrió que, de manera espontánea, en el suelo nacían plantas con abundantes semillas, gozosas de comer, y que se podían guardar durante meses. Entre esas semillas, predominaba el trigo. A partir de ese momento, el hombre dejó de ser nómada. Algo después, descubrió que el trigo molido y mezclado con agua se convertía en masa que, en poco tiempo, fermentaba y aumentaba de tamaño; y, cuando se acercaba al fuego, se transformaba en una hogaza de pan. Todo esto ocurría en Abu Hureyra (Siria), en el 9 500 a de C.; y los trabajos arqueológicos, que nos ha contado el profesor Rowly Conwy, nos han permitido conocer esa etapa fundamental de nuestra civilización.

El gesto de pellizcar una hogaza de pan, llevarse el pellizco a la boca y disfrutarlo, es mucho más que un gesto rutinario de alimentación; es un signo que nos permite navegar por el túnel del tiempo, si conocemos la carta de navegación que nos enseña la historia del pan.

 

Una hogaza de pan recién horneada es un elemento de placer por su olor, su sabor y su textura; pero las cosas también parecen tener alma –su historia–, y cuando esta se conoce, los objetos adquieren una dimensión mucho mayor de la aparente.

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