El beso

Me acostumbro, casi a diario, a pasear un ratito por entre las callejas de la adormecida y cada vez más sumida en el letargo ‑no metafórico‑ de los siglos, de esta Úbeda en que vivimos. Por entre ellas, voy rumiando mis ideas, mis datos, mis vivencias de la actualidad personal, local o de cualquier lugar o tema que ocupa, en esos momentos, mi machacado cerebro.

Las sombras o el sol repentino que deslumbra de improviso, dejándote desvalido, o que te calienta cuando sales de las humedades que se transfieren desde los muros de las casonas seculares, me van acompañando por estos tránsitos. Debo salir de mi interior, a veces, porque el pavimento no se encuentra en las mejores condiciones, variando demasiadas veces en textura, calidad y aplicación…, y tropiezo.

Dar un tropezón no tiene mayor importancia, si uno va prevenido; pero si, siendo invierno y llevando las manos metidas bien hundidas en los bolsones del tabardo, te enganchas con el zapatón, entonces el grave riesgo de besar el suelo es harto probable.

No busco nada en particular y a veces encuentro, ¡todavía!, curiosidades o secretos para mí anteriormente no descubiertos. Es como cuando uno se encuentra una china especialmente diferente entre las múltiples de la playa. Suelo (aunque llevo algún tiempo sin hacerlo) tomar fotos, que trato sean diferentes de lo ya admitido, con el móvil o con cámara, si la llevo. No todos los días se va uno a colgar el trasto.

Pero cuento lo que me aconteció hace unos días, por lo inusual y por lo especial de lo encontrado.

Subía el tramo de la calle Real, a la altura del Ideal Cinema, cuando decidí girar hacia la izquierda, por la segunda entrada que da a la plaza Álvaro de Torres. Es callejón estrecho y umbrío en el que, en muchos años, se encontraba el bar de El Cordobés. Embocando la calle, me fijé que al sol de la plaza se recortaba la silueta de una mujer.

Que era mujer se mostraba a las claras, por su melena larga y brillante bajo el sol que la envolvía; también su ropa, que era un abrigo de cuero (o similar material) recogido por un cinturón que apretaba y definía un esbelto talle, más pronunciado por el vuelo de la prenda. Ella estaba de espaldas.

Lo que precisamente me llamó la atención era la forma en que llevaba un cigarro, en su mano izquierda, al extremo del brazo que se alargaba por el lateral del cuerpo y hacía con el codo ángulo recto, saliendo el antebrazo hacia esa dirección. Los dedos sostenían de manera elegantísima el pitillo, que humeaba. El humo se realzaba por la acción a contraluz del sol.

Era curiosa, como menos, esa figura, allá al final de la calleja, casi dentro de la plaza. El rostro no se lo veía. Me llamó poderosamente la atención.

Esos son momentos en los que utilizar una cámara para inmortalizarlos supone lograr una buena foto.

Pero hubo más. De improviso, y no sé de dónde salió, un hombre alto y en apariencia de edad madura, y bien parecido y proporcionado, se encontró con la dama y quedó enlazado a ella en un beso largo y apasionado. No hablaron.

Yo pasé a su vera sin apenas mirarlos, por discreción, pero ellos no se desenlazaron. Creo que lo harían tras haber pasado yo hasta la Plaza de Santa Clara.

Y, si ya con anterioridad se habría hecho necesaria una fotografía, ahora hubiese sido imprescindible. Mas yo no llevaba cámara, salvo lo que me da el teléfono móvil. Aún así lo podría haber intentado. Creo que habría estado cercano a esos clásicos, iconos de la Historia de la Fotografía, que fotografiaron besos en blanco y negro que quedaron paralizados en sus objetivos. Los grandes besos de los grandes maestros.

Me paralicé y ahora me arrepiento. Tal vez hubiese forzado demasiado la situación tratando de obtener esa fotografía robada. Pero otras veces lo he hecho. El momento lo exigía. No me encontraré otra ocasión. Estoy perdiendo facultades.

Sólo me quedan esas imágenes en la retina. Pero no os las puedo reproducir.

La magia y el encanto se volatilizaron en cuanto me alejé de la plaza. Pero me queda el recuerdo. Hasta que también este se me diluya entre las brumas de la senectud.

 

marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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