Era verdad que, allá encerrado, se le hizo más duro y penoso el peso del fracaso. Lo ocultaba, lo envolvía en un manto de grandes risotadas y fanfarronería para espantar su propio espanto, y para demostrarle al canco de Omayocán Sabanagrande que no le tenía miedo. ¿Quién a él? ¿Quién carajo le iba a poner la mano encima? ¿Por el alfiler de un prendedor de pelo de la india Libertad Yambé?
En el calabozo, la primera noche tuvo tiempo de pensar: ¿había matado al chino O’Reilly por amor a la india, por celos o por no sentirse cornudo? Él nunca había amado a nadie, ni en los momentos esenciales ni en los insignificantes. El tendría los dientes grandes y afilados, la mano fácil para el cuchillo, la nariz chafada por el maldito puñetazo del comisario Sabanagrande, la cabeza tronada de migraña y la memoria llena de la sangre de un puñado de hombres; pero, en el corazón, no había sentido nunca amor. A la india Libertad no la amaba. A la india Libertad la tenía, como se puede tener un par de botas de cuero, una pistola del 30, un buen cinto de piel de culebra con hebilla de plata o un cuchillo con el puño repujado. Él no amaba. Él chingaba. Hacer el amor era una pendejada que se decían los de Monterrey para coger a una mujer y no pagar. Nunca había sabido qué fuera aquello del amor. Palabra, aire, debilidad. Solo aman los débiles. «El hombre que ama, se amaricona», se decía como consuelo.
Tuvo toda la noche para recomponer su vida. Desde que dejó el orfanato de santa Florentina, supo abandonar a tiempo otros lugares. «¿Por qué no se largó de aquel miserable Río Negrón?», se preguntaba. Y también se preguntaba: «Si tenía toda la noche para hacerlo, ¿por qué hubo momentos en que le pesaban más los muertos que los vivos, si la vida era más pesada que la muerte?». Su pasado seguía viviendo en él. Un pasado neblinoso: el olor a durazno de la leche de los pechos de sor Amapola; la muerte de los niños Pascualino y Mirabella; el de sus ojos encontrados en una vaina de frijoles que sor Agrónoma guardaba en un frasco en la cocina; el cuerpo pendular de sor Amargura colgando del cordón de su hábito, con su cabeza rapada coronada de espinas; la primera cuchillada que dio y el calor de la sangre en sus dedos; el olor a pan que desprendían los muslos de doña Purita Montehondo; el color negruzco de la sangre del arriero al que mató por la espalda; las puntas de unos zapatos negros impecablemente lustrados; y los huesos de su nariz bailándole en la cara.
Nunca había sido ni dócil ni flexible. Tanto anduvo, que sabía más geografía que los arrieros y más que los que se dejan los ojos en los libros. La vida es una, pensaba; nadie la vive dos veces. Si alguien viviera dos veces, aunque resucitara ‑como decía el padre Feliciano: que Cristo resucitó‑, no viviría igual que en su primera vida. «El tiempo ya no vuelve, nomás», pensaba. «Para bien», añadía.
Él nunca había sido feliz. La felicidad no lo había mirado a los ojos; la muerte, sí, y tantas veces; y también pasó de largo, buscando a otros más débiles. Lo más cerca que estuvo de eso que llaman felicidad fue cuando mamaba de los pechos de sor Amapola; pero, desde que lo descubrió la media mirada podrida de sor Amargura, hasta la leche se le agrió en la boca. Por eso buscaba a la india Libertad Yambé, porque con ella solo gastaba un puñado de palabras. La agarraba, le jalaba el vestido, la volteaba, la ponía contra el catre, la mordía, le amasaba los muslos, se escurría debajo de aquel cuerpo cobrizo, largo y perfumado con aceite de orquídeas, y se arreguinchaba de los pezones grandes y granulados. A veces, sacaba un brazo para alcanzar una botella de mezcal o cerveza, se reía a carcajadas si el alcohol se derramaba por la espalda o la cabellera bravía de la mujer, blasfemaba, y de nuevo abría y cerraba sus piernas para encajarse bien entre los muslos de la india. Como la india era también de pocas palabras, los dos se acomodaban bien.
El chino Winston O’Reilly era de los que hablaban de cualquier cosa mientras jodía. Decía cosas extrañas, sacadas de muy hondo, de la raíz mestiza de su sangre: palabras que parecían animalejos que salían de sus guaridas. Palabras broncas, entrecortadas, mágicas e inquietantes: entre espasmos, gritos, sacudidas y gemidos. El chino hacía ruido; tanto, que la india Libertad se asustaba y se detenía como si la hubiera alcanzado un disparo en plena frente. Luego, el chino O’Reilly continuaba con su galimatías de pujidos, fuerza, dolor, palabras extrañas y placer. A la india Libertad la obligaba también a hablar y ella no tenía palabras: gruñía. De todo esto no sabía nada el chato Patrocinio Juárez, porque no sospechó nunca que la india iba con frecuencia a la gallera y se acostaba con el chino. Hasta que aquella noche, por casualidad, se pasó por allí para tomar un trago y comprarle unas botellas, y los vio a los dos en el camastro.
En el calabozo, en plena oscuridad, mientras lo vigilaba el escolta con ojos de fotógrafo, tuvo el chato Patrocinio tiempo de hacerse otras preguntas. Pensaba en quién podía haberlo delatado: ¿Macabeo Ridruejo, porque sabía manejar el carro, escribir con mejor letra y esperaba ocupar su puesto?; ¿Natalicio Bonafé, su fiel cubrespaldas?; ¿ella, que le había tendido una trampa?; ¿los tres juntos, en un complot?; ¿por eso no tuvo reparo la india Libertad en volver con él aquella misma noche y dejar sobre la mesilla el prendedor de alfiler largo y emborracharse hasta perder la conciencia?; ¿a qué carajo, si no, fueron Macabeo y Natalicio esa misma madrugada hasta la gallera?
Alguien se había ido de la lengua y hecho un llamado al comisario Omayocán Sabanagrande. ¿Cómo, si no, iba a estar allí con sus escoltas? No creía que aquel esquelético acompañante, con cuerpo de faquir, tuviera sesera suficiente para deducir que el alfiler del prendedor de pelo de la india fuera el arma utilizada en el crimen, el mismo que fueron a buscar a su cuarto ratonero y encontraron en la mesilla, mientras la india seguía durmiendo la borrachera. ¿Cómo iban a saber que el chino se le puso pendenciero y bravo, y le habló grosero y le tocó la cara y le echó las manos al cuello, y él, sin pensarlo, abrió el prendedor, sacó el alfiler y, como si fuera un cuchillo de hoja muy fina, se lo hundió hasta el corazón mientras la india, despavorida, no sabía dónde ocultarse, temiendo que luego fuera a por ella.
Nadie, salvo Libertad Yambé, lo había visto acarrear el cuerpo del chino hasta el reñidero. Nadie, cómo lo hacía sudar por los sobacos, la frente y la espalda el jodido muerto bravucón; ni tenderlo en el centro del círculo, abrirle los brazos en cruz y despatarrarlo. Y nadie vio, salvo la india asustada, que abría las jaulas de los gallos de pelea para que entraran en el reñidero, en penumbra, e hicieran su trabajo.
Muy de madrugada, la cabeza del chato Patrocinio Juárez se le llenó de los puntillazos de la migraña. El dolor y los quebrantos de sus pensamientos parecían destruirle el cráneo. Pegó tal grito que, el vigilante, que dormitaba, sobresaltado y atónito, sacó su pistola y lo encañonó:
Bien de mañana llegó el relevo. Entró el que parecía un faquir llevándole al chato Patrocinio un platillo de arroz amanecido y un asqueroso café amargo. Él hubiera preferido un buen trago de mezcal, una gorda de chicharrones y una rodaja de camote amarillo.
Cuando llegó el comisario Sabanagrande, ya era media mañana. Lo miró y le dijo:
De inmediato, supo el chato Patrocinio Juárez que ya estaba todo hecho. De nuevo, Omoyocán Sabanagrande le había ganado la partida.
El carro del comisario abandonó Chapulín de San Antonio, camino de la cárcel de Hermosillo.