Al chato Patrocinio Juárez se le llenaron los ojos de fuego y sangre; por eso vio borrosa la sonrisa cínica y satisfecha del comisario de Chapulín de San Antonio. Tampoco vio bien el brillo de su diente de oro. Pero sí tuvo las ideas muy claras desde el punto en que Omayocán Sabanagrande le dijo: «Este muerto es mío». Supo que su vida estaba en manos de aquel gachupino estirado, vestido de señor con los pantalones blancos perfectamente planchados, el saco color avellana sobre la camisa marrón y los zapatos negros relucientes. Además, llevaba bien a la vista las correas de su pistola sobaquera, como los agentes yanquis de las películas. No se le olvidaba que aquel le había roto los huesos de la nariz y se llevó del brazo a Berenguela Expósito, la “Guapa”.