5, 1

10-07-2012.

Al chato Patrocinio Juárez se le llenaron los ojos de fuego y sangre; por eso vio borrosa la sonrisa cínica y satisfecha del comisario de Chapulín de San Antonio. Tampoco vio bien el brillo de su diente de oro. Pero sí tuvo las ideas muy claras desde el punto en que Omayocán Sabanagrande le dijo: «Este muerto es mío». Supo que su vida estaba en manos de aquel gachupino estirado, vestido de señor con los pantalones blancos perfectamente planchados, el saco color avellana sobre la camisa marrón y los zapatos negros relucientes. Además, llevaba bien a la vista las correas de su pistola sobaquera, como los agentes yanquis de las películas. No se le olvidaba que aquel le había roto los huesos de la nariz y se llevó del brazo a Berenguela Expósito, la “Guapa”.

El chato Patrocinio se quedó plantado en medio del reñidero, ante el cadáver del chino Winston O’Reilly. Muy lentamente fue alzando la mirada desde la punta de los flamantes zapatos negros hasta los ojos de carbón brillante de Omayocán Sabanagrande.

—¿Qué tú me dices, eh? Llegas tarde. Este muerto es mío —le repitió—.

Desde ese instante supo que el comisario de Chapulín de San Antonio venía a por él. Aquel cadáver era la excusa perfecta. Al fin había podido atraparlo por los huevos.

—No te me pongas corajudo; no me eches las babas. ¡Qué carajo de vida, mi amigo!; es solo un muertito; de ahí no más, no se sabe nada. ¿Ya lo puliste acaso? ¿Entonces, qué apresuración es esa? Muerto nomás y a la fosa. A qué miserias, si ya hasta empiezan a cantar los gusanos —se envalentonó el chato Patrocinio—.

Si Omayocán Sabanagrande se hacía el brusco y el bravo pese a los años, tampoco él había perdido la insolencia y la frialdad de aquel joven que lo encaró, borracho, sí, qué carajo, pero arrogante y fiero y echando mano al cuchillo escondido cuando le zurció a la “Guapa”. Bien estaba que Omayocán hubiera estudiado en el Colegiodenuestropadre­jesúsdelamisericordia de Bolsón de Mapimí, y que supiera escribir a máquina con dos dedos, y redactar los informes sin faltas de ortografía, y hacer llamados a través de operadora, y que vistiera con pantalones caros y llevara siempre relucientes los zapatos de cuero y se colocara la pistola en los sobacos como los agentes yanquis.

Bien estaba que su rostro aún fuera atractivo para las mujeres, que sus ojos de carbón brillaran con fuego negro, que tuviera una sonrisa cínica y de medio labio para que todos vieran su diente de oro. Pero él, el chato Patrocinio Juárez, con el apellido del padre de la patria mexicana, que había mamado de los pechos de sor Amapola en el orfanato de santa Florentina, al que antes llamaron el convento de las siete monjas; que había aprendido a cantar a la Virgen con sor Platonia, y visto colgar del cordón de su hábito a sor Amargura con la cabeza rapada y la corona de espinas; y había llegado a amasar el pan y el cuerpo de doña Purita Montehondo y a llevarse para el otro lado de la vida a seis hombres; que tenía una cicatriz como una culebra que le iba desde la barriga a casi el sobaco; que no redactaba bien los informes; que tampoco sabía manejar un carro; pero que todas las noches que le venía en gana tenía en su camastro a la india Libertad Yambé Dosamantes; él, estaba allí haciéndole frente, ante el cadáver del chino.

De él, el chato Patrocinio, no podían decir, los decires, que agarraba tales borracheras que una vez dejó las puertas abiertas de los calabozos de su comisaría y se le escaparon hasta los cadáveres. Otras murmuraciones aseguraban que Omayocán Sabanagrande ocultaba un gran tesoro. En eso, las bocas se deslenguaban a la par que la imaginación. Unos aseguraban que tenía bolsas con oro, joyas y fajos de billetes; y otros lo negaban, diciendo que su tesoro era de vidrio: una colección de tubos diminutos sellados con cera de lacre rojo, adonde guardaba las primeras gotas de sangre que derramaron las muchachas a las que desfloró, todos ellos con un nombre: Marita Liencres, Fonsa Luna, Aguadulce Viñuela, Leona Niño, Magdalena Cienfuegos…

A la puerta de la gallera, sin entrar, Natalicio seguía aquella plática entre el chato Patrocinio y el comisario de Chapulín de San Antonio, con la pistola despestillada, esperando una señal.

Los dos que acompañaban al comisario de Chapulín de San Antonio espantaron los gallos, que revoloteaban aún cerca del cuerpo del chino O’Reilly. Los gallos los atacaron con los espolones y los picos. Les buscaban las tabas y les saltaban hasta las manos. Uno recibió un picotazo en un pulgar y de inmediato le brotó la sangre. Negra. Al fin, pudieron desalojar a los revoloteadores del reñidero.

Uno de los que iban de escolta con el comisario Sabanagrande, el que no recibió la puñalada del gallo, tenía el aspecto de un faquir. Ni un solo grumo de grasa en el cuerpo. De su rostro quemado sobresalía su nariz de pico de grajo y sus ojos hundidos en ribetes morados. Tremenda oscuridad. Respondía, si lo llamaban Aquilino. Lo husmeaba todo. Era de pocas palabras en la boca y algunas blasfemias. Señalaba cualquier detalle con el índice de su mano derecha y el otro escolta, de mirada perruna y devota, escudriñaba allá donde el “Faquir” había indicado. Este segundo con sus dos ojos lo captaba todo con la fidelidad de dos cámaras fotográficas. Su rostro afilado y pálido se perlaba a veces de gotas de sudor que se secaba con el puño de su camisa. Áureo era su nombre.

Aquilino, el “Faquir”, no necesitó acercar la lámpara de petróleo al pecho descamisado del chino Winston O’Reilly, para señalar, con su índice, aquella diminuta gota de sangre seca que ocultaba el agujerito por donde le entró la muerte, entre las costillas, hasta llegar al corazón del difunto. Y allí llegó la mirada de Áureo y confirmó:

—Se lo jalaron. A este gringo lo criminó alguien.

***

Deja una respuesta