Un puñado de nubes, 49

30-05-2011.

Léon no se sentía tranquilo. La casa se le venía encima. Creía que haber aceptado la ayuda de su hijo para el caso de Rosalva había sido un error. No tenía que haberlo metido en el entramado de Alfonso. El muy cabrón se las apañaba siempre para enredar a unos y otros, como en el internado. Si él se había buscado el lío, que lo resolviera. A veces pensaba que Alfonso, pese a la antigua amistad que recordaban –o quizás sirviéndose de ella-, seguía siendo el egoísta de siempre. Temía León por su hijo. ¿Y si el capo Nicola descubriera la trampa que le habían tejido y dejara correr el asunto, hasta atrapar indefensa a la pareja en su camino a Madrid, para culminar la venganza? Esos pensamientos atormentaban a León. Aun así, estaba dispuesto a facilitar el trámite del pasaporte para disminuir el riesgo físico que pudiera sufrir su hijo. Estuvo dándole vueltas a la cabeza hasta que encontró una posible solución: hablaría con Eduardo Navarro, un policía de los duros, de la comisaría de Blas Infante, que había sido cliente de la Caja cuando él estaba de subdirector. Le había hecho un favor, agilizándole los trámites de un crédito, cuando lo de su separación. Aunque él no es de los que pasan factura por los favores hechos, en este caso estaba en peligro la vida de su hijo.

No recordaba el móvil del policía. Tal vez lo tuviera en la antigua agenda de la oficina. La rebuscó entre los cajones de la mesa de su despacho. Allí estaba. ¡Cuántos nombres, cuántos números! Eduardo Navarro, 655 65 36…

—¿Eduardo Navarro?
—Sí, ¿quién eres?
—Soy León, el de la Caja.

—¿León, el de la Caja? ¡Carajo!, ¿qué tripa se te ha roto?

León le explicó como pudo, sin hacer mención a nada del asunto de Alfonso y los mafiosos, que le urgía tramitar un pasaporte para una amiga de su hijo, que estaba en España sin papeles y que quisiera volver a su país y no tenía documentación que acreditara su identidad.

Eduardo Navarro no hizo preguntas. León agradeció el gesto.

—Yo no estoy en el departamento de pasaporte y DNI, pero puedo echarte una mano. No te garantizo nada; haré todo lo posible. Ahora, que por ser extranjera y en esas circunstancias… Tal vez lo mejor sería tramitarle un pasaporte provisional por tres meses. Si sale bien la cosa, en tres días podría retirarlo. Que venga con fotos tamaño carné. Que tu hijo pregunte en la puerta por mí. Que venga temprano: lo antes posible. A las ocho se abren las ventanillas al público. Yo estaré de servicio mañana, pasado y luego descanso dos días seguidos.

León agradeció vivamente a su antiguo cliente las buenas intenciones.

Juan no perdió tiempo y, a la mañana siguiente, muy temprano, junto a Rosalva, se presentó en la comisaría de Blas Infante.

León, mientras tanto, no podía estarse quieto en la casa. El corazón le golpeaba fuertemente en el pecho. Más temprano que nunca salió a la calle, evitando pasar cerca del palacete de Alfonso, por si estaban los mafiosos merodeando por allí. Cuanto menos se hiciera visible, mejor.

 

El quiosquero de prensa le dijo:

—¿Quién le ha echado hoy de la cama, don León?

—El insomnio —mintió a medias—.

—El otro día venía en la prensa un informe médico que decía que las personas de su edad son las más propensas a padecer insomnio.

A León le sentó como un rayo las poco delicadas palabras del quiosquero.

—Es que, como no perdemos ya el tiempo en otras cosas, aprovechamos más las pocas horas de sueño. ¿A que no decía nada de eso el informe ese…?

—Yo creo que no.

—¿Ves cómo no hay que hacerle caso a lo que dicen los periódicos?

—No diga usted eso, que entonces de qué comeríamos los que nos dedicamos a la prensa.

—No te preocupes, el hombre tiene buenas tragaderas y engulle sapos y culebras, aunque sepa que son mentiras como castillos.

—¡Cuánto sabe usted, don León!

Con el periódico en la mano, se dirigió lo más lejos posible de su casa y del chalé de Alfonso. Enfiló Eduardo Dato, pasó delante del colegio Portaceli, donde se había encontrado días atrás a los safistas gratuitos del colegio, y entró en los Jardines de la Buhaira. Un remanso. El sonido lánguido del borbotón de agua de la fuente de taza baja, el canto de los mirlos, las ramas de los naranjos y los olivos formando una cúpula de tonos verdes sobre los bancos y el pabellón mudéjar, pequeño y enladrillado, al fondo. Se sentó a leer el periódico. Pasaba las hojas repasando solo los titulares. Crisis y más crisis. ERES y más ERES, Bildu y más Bildu. Felipe González, Aznar, Obama, Ben Laden. Grecia, Portugal, Irlanda… “Cuando las barbas de tu vecino veas pelar…”. Mou se deslengua, los derbis del siglo: cuatro o más… Fútbol y pan. Toros y pan. ¿Qué diferencia en el tiempo? Salen al ruedo los viejos fantasmas.

Andaba en estos pensamientos inestables, cuando alguien lo sacó de su aislamiento.

—Hombre, León, otra vez nos encontramos.
Era Manolo Jurado.

—¿Qué casualidad? O no nos vemos en cincuenta años o nos encontramos en menos de una semana. ¿Qué haces por aquí?

—Estoy practicando.
—¿…?

—Sí, estoy haciendo mi paseo cardiológico, el que me ha recomendado mi médico. Hora y media sin detenerme. Pero hoy me voy a saltar la prescripción.

***

Deja una respuesta