El grupo estaba bajo los portalillos, sin saber qué hacer ni qué camino seguir, aunque se palpaba el ambiente. Ese día no se trabajaría y todos seguiríamos esa corriente que la mayoría de los que pasaban y se detenían a dialogar apuntaban: «Huelga general». A mí, todo eso de huelga me sabía a fiesta. No tener obligación, nada que hacer, como si fuera domingo. Podría ir al cine con los amigos, hacer…, ¡pero si es huelga!, ¡el cine estará cerrado! Ya no me sabía la huelga tan bien.
El grupo se deshizo y cada cual siguió su derrotero. Mi hermano Juan y yo nos fuimos a casa, pues vivíamos en la Torre Nueva junto al molino de Alises. Mi madre, cuando nos vio, nos cogió y nos dijo:
—De aquí no os mováis, pues hay revolución.
Eso tampoco nos agradó: estar en huelga para estar metidos en casa, mientras todo el mundo está en la calle. Yo, buscando un pretexto para salir, vi en la cantarera los dos cántaros vacíos.
—Mamá, voy por agua —le dije—.
—Bueno, id tu hermano y tú; pero, enseguida, aquí…
La fuente de la Torre Nueva estaba situada donde está el jardín, frente al Gallo Rojo. Tenía varias escaleras para subir al pilar para abrevar. Al lado estaba “La Casilla” de Arbitrios, parada obligatoria para el que venía de la carretera de Madrid o Torreperogil con vino y otros artículos.
Al siguiente día, como de costumbre, mi hermano y yo nos dirigimos a nuestro trabajo. Mi madre nos advirtió que no nos parásemos en ningún sitio, del taller a la casa y de la casa al taller. Todos los establecimientos de trabajo y comercio en la calle Trinidad, que era por donde discurríamos, permanecían cerrados. La herrería de Castillo, la capachería de Sola, el comercio de tejidos, los consumos, donde hoy está Correos y Telégrafos, el herradero de enfrente de la torre de la Trinidad, el colegio de los Escolapios en la misma Trinidad. El hotel Comercio era el único establecimiento que tenía sus puertas abiertas. El referido hotel estaba ubicado en el hoy comercio de El Métrico. Sus dueños eran Alfonso Góngora y su esposa María Biedma Moya.
La tienda de Biedma estaba también cerrada como el día anterior. Nosotros entramos por la puerta particular. La señora nos abrió y le hicimos varios mandados, le subimos agua del pozo y pronto nos marchamos pues, al estar el taller paralizado, nada teníamos que hacer allí. Salimos a la calle; la plaza estaba llena de gente haciendo corrillos junto al quiosco de “Perico Huevos”; muchos, a voces, daban consejos de lo que había que hacer; nosotros, haciendo caso omiso de las recomendaciones de nuestra madre, nos mezclamos con los vociferantes grupos. «A los ricos, que son “toos” fascistas, hay que detenerlos», decían unos; otros, más radicales, «Hay que matarlos» afirmaban; y, así, el ambiente cada vez estaba más caldeado.
Apareció un hombre con un hacha en sus manos. «¡Vamos por ellos!», invitaba a los demás con ademanes y gestos, blandiendo su arma y dando grandes voces por su insultante boca, mientras sus frases soeces las ilustraba con gruesas blasfemias: «Me cago en… ¡Vamos por ellos!». Él, enarbolando su arma, emprendió una ligera marcha, seguido de un nutrido grupo de esas personas cuya ignorancia les hace seguir al primero que les sugiere una idea, individuos sin capacidad de hacer nada solos, ya que en grupo se envalentonan y realizan todo lo malo que haya que hacer.
La vociferante comitiva seguía deprisa al hachero. Él atravesó la plaza y se dirigió a la calle Don Juan. Nosotros, como chiquillos, le seguíamos a cierta distancia para ver en lo que aquello acababa. En mitad de la calle, subiendo a su derecha, pasado el edificio de la Cruz Roja, había y hay otro hermoso edificio de piedra; en él vivía un médico de los pocos que entonces había. Ese señor era nativo de Úbeda; su fama no era mala. La tenía por ser un poco tacaño en su vida material; en su vida laboral no creo que aspirara al premio Nobel de Medicina o Investigación. Se contaba -y yo, de oírla contar, la aprendí- una anécdota de ese galeno. Un día llegó un paciente para que lo revisara; él, después de reconocerlo, le extendió una receta y le dijo que se tomara un papelillo disuelto en un vaso de agua. En aquellos tiempos, las recetas las hacían a mano en las farmacias. Cuando el farmacéutico leyó el escrito se quedó perplejo; decía: «Cien ladrillos disueltos en un vaso de agua». Todos en este mundo nos equivocamos y nos confundimos y ese señor, que en esos días estaba de obra, quizás al albañil le hiciera un vale de cien papelillos de seis agujeros.
El tumulto se paró en su puerta; una bronca y enérgica voz anunció: «Aquí vive don Juan Chinorro». La puerta estaba cerrada; con el mango del hacha, el jefe del grupo dio varios golpes; la puerta no tardó en abrirse y, en tropel, entraron muchos y pronto salieron con don Juan entre medias de ellos, entre achuchones e insultos, él con la cara del color de su traje de verano, color caña, que llevaba y con un sombrero de galleta con su cinta negra, como aquel que Maurice Chevalier hiciera tan famoso en la primera guerra mundial. Les suplicó a sus verdugos.
—¡Yo no he hecho nada malo! ¿Adónde me lleváis?
—Tú eres un cacique malo —dijo uno del grupo, mientras daba un manotón al sombrero que cayó rodando calle abajo—.
Él, con voz suplicante:
—No me lo rompáis, que me ha costado dos pesetas —les dijo—.
—Adonde vas no te hace falta, pues vas a estar a la sombra —le dijo otro con guasa—.
Y así, entre empellones y guasas, lo entraron en “La Casilla”. Algún lector, al leer, no sabrá ni comprenderá: “La Casilla” era lo que es hoy la Jefatura de Policía Local, que está en el mismo lugar que antaño.