Un puñado de nubes, 46

23-05-2011.

León estaba preocupado. No quería, sin embargo, que su hijo se diera cuenta de su intranquilidad. No debía haber permitido que Juan se ocupara del asunto de Rosalva. No se perdonaría en la vida que le ocurriera algo irreparable. Mientras los jóvenes andaban preparándose, él se mantenía pendiente del teléfono móvil por si llamaba Alfonso. Todo tenía que hacerse con sumo cuidado. No había que dar un paso en falso. Pero también debía dar la sensación de normalidad, siguiendo la rutina de todos los días. Sonó el teléfono. Aguardó unos instantes. No, no era Alfonso. El número era de otro móvil. ¿No le había dicho Alfonso que llamaría desde un teléfono fijo? No contestó a la llamada. Salió de la casa, después de advertir, a la muchacha limeña y a su hijo, la máxima discreción posible. Él seguiría como si nada ocurriera. Se alargó hasta el quiosco de prensa.

—¿Ha visto usted las cifras del paro, don León? Esto es peor que lo del terrorismo. Este país no tiene arreglo; no sé adónde vamos a ir a parar —le dijo el vendedor de prensa, mostrándole la primera página del periódico—. Claro que usted… Con la pensión que tiene, se ríe de los peces de colores.

—Toda mi vida en el banco.

—Pero un banco es un banco.

—Viendo pasar millones delante de los ojos.

—¿Y yo que llevo aquí desde las siete de la mañana hasta que cierro a las siete de la tarde? Tengo que cotizar como autónomo para luego cobrar, si las cobro, cuatro perras…

—Tendrán que venir tiempos mejores.

—¿Lo veremos? —preguntó desilusionado, el vendedor de prensa—.

León se alejó hacia la avenida Eduardo Dato. Se llegaría a los jardines de la Buhaira. Hacía un día agradable. Allí hojearía la prensa, bajo las palmeras y los naranjos, oyendo el rumor del agua de la fuente de mármol. No debía comerse la cabeza con el asunto Rosalva.

 

Sonó de nuevo el móvil. Era el mismo número de la llamada anterior. Contestó al fin, mientras caminaba por la acera del colegio Portaceli.

—¿Diga?

—¿León? —era la voz de Amalia—.

«Joder», pensó León, «con el asunto de Alfonso y Rosalva había descuidado a Amalia».

—Perdóname, Amalia; no creas que me he olvidado de ti. Es que estos días ando algo liado. Ha venido mi hijo y Alfonso… —contuvo su lengua—.

—No pasa nada, hombre. Es que me dije: ya va siendo hora de que llames a León, que lo tienes algo olvidado. Yo he estado algo pachucha. No, nada de importancia: agarré un trancazo y tuve que meterme en la cama, con fiebre. Leche, aspirina y mucha agua. Una ya no está para…

—No digas tonterías: si estás hecha una muchacha.

—No tienes que darme coba. Yo sé cómo estoy; quién mejor que una para saberlo…

—Tenemos que volver a vernos.

—Cuando tú digas.

—Tengo un asunto entre manos, pero en el momento que lo solucione te llamo y volvemos a vernos con tranquilidad.

—Espero —iba a decir «con impaciencia», pero no lo dijo— tu llamada, entonces. Y cuídate.

—Y tú también. Gracias por la llamada. Un beso —dijo «un beso» como la cosa más natural del mundo—.

—Para ti también.

La llamada de Amalia le dejó más tranquilo el corazón. Cuando estaba llegando a las puertas del Colegio Portaceli, vio un grupo de personas mayores, hombres casi todos, ante la verja que abría paso a un corto sendero bordeado de acacias y árboles del paraíso. El grupo charlaba animado. Se saludaban afectuosamente. Parecía que estuviesen esperando a alguien. Tenían toda la pinta de ser viejos compañeros.

—Oye, ¿no va a venir Tarragó? —preguntó uno de aquellos hombres, bajo y metido en carnes, que andaba por los sesenta o sesenta y cinco—.

—Yo se lo dije a Toscano para que le avisara —contestó otro, calvo pero con cuidada barba cana—.

—Manolo Ballesta me dijo que vendría —escuchó León decir, cuando ya iba a sobrepasar el grupo—.

Se detuvo. Algo intuyó. Aquellos nombres… Dudó en acercarse y preguntar. De pronto uno de aquellos le dijo:

—¿Tú vienes a la reunión?

—¿Qué reunión?

—Perdona, creí que eras un antiguo compañero de la Safa.

León olvidó por un momento a Alfonso, a su hijo, a Amalia y a Rosalva. Aquellos tíos que estaban allí eran antiguos alumnos de la Safa y él no los reconocía.

—Sí, soy de la Safa.

—¡Coño!, y ¿quién eres? —se volvieron varios y preguntaron a la vez—.

***

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