Un puñado de nubes, 38

04-05-2011.

Cuando después de la cita con el mafioso Nicola, Alfonso volvía a su casa en taxi, pensó que sería más acertado pararse a comer en un restaurante y así tendría tiempo más que suficiente para preparar lo que le quería decir a León. Y no solamente eso, sino también para pensar la estrategia, la manera más adecuada de ejecutarla, y considerar el papel que León debería desempeñar.

—Oiga —llamó la atención del taxista—, rectifico. Lléveme al restaurante Abades Triana.

Casi no disfrutó de la excelente lubina y del estupendo blanco de Haro, embargado como estaba por el problema que deseaba resolver. Se bebió el ristretto ‘café de intensidad media’ de un sorbo y salió a la calle. Consultó el reloj y vio que tenía tiempo para darse un paseo por los Jardines de los Reales Alcázares y los Jardines Murillo, y subir luego andando hasta Cardenal Lluch. A eso de las siete entraba en el bar La Luna.

—Muy buenas, don Alfonso —dijo Indalecio, mientras secaba airosamente una copa—. ¡Qué agradable sorpresa verle por aquí a estas horas! Solo y tan trajeado…

Ante la disimulada indiscreción de Indalecio, Alfonso respondió con aire pensativo:

—Cosas de la vida, Indalecio, cosas de la vida. Anda, ponme un vermú, por favor.

—Pero, por Dios, don Alfonso, que eso del vermú es cosa de madrileños. ¿Cuándo se va acoplar usted a la vida sevillana? Aquí, a estas horas, la gente pide una caña o una manzanilla.

—Pues lo que te parezca, Indalecio; ponme lo que te parezca. ¿No ha venido por aquí don León?

Pensando que se iba a repetir la historia de marras, Indalecio balbució:

—No. Don León no ha venido. Y la señora con chaquetilla roja tampoco…

La severa mirada de Alfonso fue suficiente para que Indalecio se diera media vuelta y buscara una botella de manzanilla. Alfonso se sentó junto a la ventana, abrió sobre la mesa un periódico y se dispuso a esperar a León.

La terrible tragedia que sacudía a Japón ocupaba los grandes titulares, compartidos con otros referidos a los levantamientos populares contra sus dictadores en los países árabes, especialmente en Libia y Costa de Marfil. «Lo que ocurre en Japón es cosa de la Naturaleza ‑se decía Alfonso‑; lo de Libia y los otros es responsabilidad del hombre… ¡Maldita codicia, maldito poder…!».

Cuando casi con rabia cerraba el periódico y lo colocaba sobre la mesa, notó que una mano se posaba sobre su hombro y que la voz de León le decía:

—Hola, Alfonso. Aquí me tienes. Puntual —y a Indalecio le gritó—. ¡Una manzanilla, mentecato!

«Vaya por Dios, otra vez de malas pulgas los dos», pensó Indalecio mientras ponía sobre la mesa las dos copas de manzanilla.

—A la salud de ustedes —dijo, inclinándose como si mimara el ceremonioso gesto de un botones de hotel.

—Dime, Alfonso. Te veo muy serio. ¿Tan grave es lo que me vas a decir?

—Sí, León. Está en juego el porvenir, por no decir, la vida de una persona. Se trata de Aymara…

—Ah, ya: te refieres a esa… muchacha que trabaja —si a lo que hace se le puede llamar trabajo, pensó León— en ese cabaré…

—Parece mentira, León, que no estés al corriente de ese espantoso comercio que las mafias hacen con las jóvenes de todo el mundo. Es una forma de esclavitud. Aymara es una de ellas y yo quiero salvarla. Tengo un plan. Pero, para llevarlo a cabo, necesito tu ayuda.

—Ten en cuenta, Alfonso, que ya no tenemos veinte años y que ya no estamos para jugar a policías y ladrones.

—No me hace gracia que te lo tomes a broma —respondió Alfonso mirando casi con tristeza a León—. La cosa no es muy arriesgada, pero hay que tener cuidado. Nunca se sabe hasta dónde puede llegar un mafioso. Si yo pudiera hacerlo solo, ten por seguro que no te hubiera dicho nada. Pero tu ayuda me es indispensable.

—Bien —y León se tomó un trago de manzanilla—, pues cuéntame tu plan y ya te diré si puedo hacerlo.

Alfonso reflexionó unos instantes, se cruzó de brazos sobre la mesa y, mirando fijamente a León, le dijo:

—Mira. Lo más arriesgado es que una noche de estas, ya te diré cual, estarás en un coche a las once en punto, en la puerta trasera de mi chalé. A esa hora, una muchacha rubia se acercará y te dirá «Soy Aymara». La subes y te la llevas a tu casa.

—Vamos a ver, vamos a ver, Alfonso —dijo León levantando las palmas de las manos—. Me estás pidiendo que «cargue con el muerto», es decir, que sea yo quien le robe la chica al capo. Y, además, ¿qué hace esa muchacha en tu casa?

Alfonso tuvo que explicarle a León ‑no sin cierto sonrojo‑ que, desde hacía algo más de un mes, Aymara venía dos veces por semana a su chalé; que la traía el hijo del capo Nicola; y que, dos horas después, pasaba a recogerla. Le salía caro, pero era mucho más cómodo y así evitaba las indiscretas miradas de la clientela en Las casitas blancas.

—Hay que aprovechar esas dos horas para que te lleves la chica a tu casa —aseguró Alfonso con firmeza—. No sé cuál será la reacción del mafioso, porque el tipo puede ser violento. Ya me las arreglaré. Pero eso es cuenta mía.

—¿Y dices que será una noche de estas? —preguntó León frunciendo el ceño—. Pues ya me dirás…

—Sí, León: será muy importante que tengas siempre el móvil a mano. Yo te diré el día y la hora. Esa noche escondes a Aymara en tu casa y, al día siguiente, te llamo para decirte lo que hay que hacer. Como puedes imaginarte, mi casa y yo estaremos constantemente vigilados por algún sabueso de Nicola —y, con un gesto de gravedad, añadió—. Dime, León, que puedo contar contigo; eres mi única persona de confianza.

Sin responder, León levantó su copa de manzanilla, con un guiño invitó a que Alfonso levantara la suya y sonriendo le dijo:

—¡A nuestros veinte años!
***

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