El mensaje de Alfonso dejó intranquilo a León. Algo grave tenía que haberle sucedido para reclamarle tanta urgencia, aquella misma noche además, en La Luna. Casi nunca aparecía al anochecer; siempre se habían citado en la sobremesa o a primeras horas de la tarde. «Las cosas de Alfonso», pensó. «Siempre tiene que tener algo entre manos para poder sentirse el rey del mambo», volvió a hablar consigo mismo. «A su edad, qué necesidad tiene de meterse en embrollos».
Amalia quedaba ya lejos, a pesar de que hacía solo una hora que se habían despedido después de la comida en el Al-Mutamid. Ahora se arrepentía de haberla invitado a su casa. «A veces, las mujeres son más sensatas que los hombres», se consoló. Su casa era su recinto sagrado, allí estaban los restos de su naufragio, las reliquias de la convivencia con su mujer, sus miserias como hombre y sus propias debilidades. Ya le quedan pocos entusiasmos.
Mientras hacía tiempo para acudir a la cita con Alfonso repasando el periódico, sonó el teléfono. Era su hija.
—Papá, ¿dónde has estado toda la tarde? Te he llamado varias veces al fijo. Y, como el móvil lo tenías en silencio…, he estado preocupada.
—He ido —iba a decir con una amiga, pero se contuvo— a comer fuera. No tenía ganas de cocinar.
No sabía mentir, menos aún a su hija; era tan espabilada como lo fue su mujer: «Se coge antes a un mentiroso que a un cojo», decía.
—Ya lo sé —afirmó su hija categórica, y León esperó entonces que tronase y le cayera un chaparrón encima. Tenía el mismo genio que su madre: brava de boca y tierna de corazón—. Aquí se sabe todo: en este barrio tú eres muy conocido. Así que con una señora…
—¿Y ya la has invitado a comer? Muy fuerte te ha entrado a ti eso de los encuentros. ¿No será una lagarta?
A León le molestó la última pregunta de su hija.
—Bueno, bueno; ya eres mayorcito para saber lo que haces. No te vayas a meter en un berenjenal del que luego no puedas o quieras salir.
—Ya te he dicho que es una buena mujer que merece mis respetos. Y no te preocupes por “otras cosas” —le dijo con cierto retintín en las palabras—. ¿No crees que tal vez pueda compartir mis ratos con una mujer, que no sea tu madre? ¿No crees que esa misma pregunta me la he hecho una y mil veces en los ratos de soledad? Todo no está en ir a por tus hijos al colegio, que sabes que me encanta y que son ratos muy entrañables; o comer con vosotros de vez en cuando; o pasar el rato en La Luna jugando a las cartas o al dominó; o charlando con Alfonso, dejando pasar los días.
La hija de León guardó silencio. El tono de voz de su padre, entre firme y reivindicativo, la dejó sin palabras. No lo había oído hablar así nunca, después de la muerte de su madre. ¿Quién era ella para ordenar el sistema de vida que quisiera llevar su padre a sus años? Siempre había sido un hombre muy juicioso y era un hombre libre. ¿Era acaso ella egoísta? ¿La niña de sus ojos?
—Lo siento, papá; lo siento de veras. No quería que te sintieras mal por mis palabras. Estaba intranquila, y ha sido un arrebato debido a esa intranquilidad. Ya sabes que… —iba a decirle «te quiero tanto que…», pero se contuvo—.
—Sí, ya lo sé —bien sabía León lo que quería decirle—.
—No quiero oírte llorar. ¡Ni una lágrima más, ¿me oyes?! —y esperó unos instantes para continuar—. Amalia es sólo una amiga a la que conocí por el programa de sobremesa de Canal Sur.
—Sí; la vida, ¿verdad? Es una mujer sencilla. No sé qué camino tomará esta amistad. Por ahora nos hemos visto un par de veces. Nos estamos conociendo.
—Dos Amalia en tu vida… ¿No te recordará a mamá cuando la nombres?
—Tu madre siempre será tu madre, si eso es lo que te preocupa. Pero ya te he dicho que nos estamos conociendo y que no sé en qué puede acabar esto; confía en mí, como siempre lo has hecho. No te defraudaré.
La hija de León parecía más resignada que tranquila.
—Cuídate. Ya sabes que te quiero y que deseo para ti todo lo mejor. No lo dudes. Y perdóname…
—No tengo nada que perdonarte; a ti, menos que a nadie. Yo también te quiero. Dale muchos besos a los niños. Mañana estaré esperándolos en la puerta del colegio.
León tenía los ojos llenos de lágrimas, pero se hizo el fuerte para que su hija no lo notara a través del teléfono. La soledad lo había hecho más frágil de lo que aparentaba.
Miró la hora y se dispuso a acudir a La Luna, como le había pedido Alfonso en el mensaje.