En mi anterior y único libro que vio la luz en las postrimerías del año 1996, en su capítulo 5.° decía textualmente: «Al principio, nuestra patria se vio manchada por la sangre de un millón de hermanos nuestros; yo tuve la desgracia de ver escenas atroces que, dada mi juventud, no sabía valorar ni descifrar el alcance que aquello tendría. Pero dejemos aquello como agua pasada, pues el abrir heridas no es nada bueno…».
Transcurrido el tiempo, he comprobado que aquellas heridas han cicatrizado y que en nuestro país se respira un aire de paz y democracia, y con el transcurrir de los años se han ido allanando huecos, enderezando entuertos, legislando leyes, equilibrando la economía para que no haya tanto potentado, mientras la clase obrera‑trabajadora carecía de todo lo necesario para subsistir. Ese fue el punto clave para aquella confrontación.
En aquellos lejanos tiempos, pocos eran los que tenían acceso a la Universidad: nada más que los pudientes, los hijos de papá. Muchos sacaban la carrera sin haber hecho ningún mérito, gracias a favores e influencias y, como se decía, por enchufes; y, en el puesto en que estuvieran, eran verdaderos zoquetes. Hoy, cualquier trabajador tiene hijos que han pasado por la Universidad y están cubriendo puestos de responsabilidad en hospitales, bufetes, direcciones de empresas y un sinfín de puestos clave para la buena marcha de nuestra democrática sociedad. Hoy se ha equilibrado esa economía que no había en aquellas fechas. Yo creo que una confrontación entre hermanos, como pasó en el año 36, no tiene razón de ser. El pueblo es más culto, más responsable de sus actos; la balanza económica, aunque no está en el fiel, se encuentra más alta que en aquellos años de penuria, para una mayoría. Como decía anteriormente, las heridas que provocó esa Guerra Civil están casi cicatrizadas y voy a narrar aquellas vivencias que mis jóvenes pupilas vieron, mediado el verano del año 1936.