
La noche para León era una sola idea que empezaba a ser obsesiva, entre dolorosa y morbosa. Después de quince años paseando soledad y viviendo de recuerdos, por un «no sé a santo de qué», el destino le brindaba esa segunda oportunidad para recuperar su vida que, de manera ahora más acelerada, se perdía miserablemente entre monotonía y mediocridad.
El domingo había quedado con su hija Teresa y sus dos nietos para pasar el día en Isla Mágica, aprovechando que el tiempo era primaveral. Entonces, le hablaría de Amalia. Le contaría cómo se conocieron; que le parecía una mujer aún encantadora, que se encontraba en circunstancias parecidas a las suyas; y, sobre todo, que era buena gente.
—Papá, ya eres mayorcito para saber lo que haces —le dijo su hija, no muy contenta—; pero, yo quiero lo mejor para ti —acabó, suavizando con una sonrisa—.