Un puñado de nubes, 32

13-04-2011.

Con los codos en la mesa y la barbilla apoyada sobre los dedos entrelazados como un solo puño, León se dispuso, no sin cierta aprensión, a escuchar a Alfonso.

—Sabes que por razones personales mi relación con las mujeres siempre se ha reducido única y exclusivamente a la que ofrecen los cabarés de lujo. No sé cómo te las arreglas tú desde que estás viudo, pero es mi manera de satisfacer ciertas necesidades o urgencias. Así fue cuando vivía en el extranjero y así sigue y seguirá siendo en Sevilla. Pues bien, hace poco más de un mes conocí en el jacuzzi de un cabaré a una muchacha preciosa, con unos ojos verdes y una piel que me recordaron…

—¡Ah, no…! —cortó León—. Y vuelta la burra al trigo… ¿Es que no piensas salir del surco?

—No, León. Ahora es diferente. Mira que esta chica de la que te hablo no tiene aún veinte años y podría ser mi nieta. Lo que te quiero decir es que estoy dispuesto a pagar lo que sea para que salga de ese tugurio y recobre su libertad.

—Ah, ¿pero no es una prostituta, por así decir, voluntaria? —y León silabeó la palabra—.

—No. De voluntaria, nada. A Rosalva, porque se llama Rosalva, la ha perdido su extraordinaria belleza. Es peruana. De Lima. La trajeron engañada a España y cayó en manos de mafiosos italianos. Mañana tengo cita con el capo para negociar su libertad.

—Vaya, vaya en qué berenjenal te estás metiendo, Alfonso. Tú haz de tu vida lo que quieras. Pero ten cuidado con esa gente. Suelen ser peligrosos.

—Lo sé, León, lo sé. No te preocupes. Por suerte, es sólo una cuestión de dinero. Pero quería que lo supieras. Y que, si puede ser, deduzcas que para mí Amalia no significa ni podrá significar nada. Yo, si os apetece, iré con vosotros a restaurantes, a pasear o a viajar. Como queráis y cuando queráis. Pero si alguna vez se planteara el arreglo del ménage à trois, conmigo no contéis. Yo soy un pájaro solitario y estoy acostumbrado a respirar solo en mi nido.

León paseaba su mirada por el tablero de la mesa como turbado. Alfonso estuvo a punto de añadir que esa fobia irracional que él tenía hacia las mujeres le estaba encaminando a la conclusión de que el secreto de una buena vejez quizás consistiera en establecer un pacto honrado con la soledad. Pero no se lo dijo. Llamó con la mano a Indalecio y preguntó:

—¿Te pido otro descafeinado, Leo?

León asintió silencioso y cuando llegó Indalecio, Alfonso le dijo, señalando las tazas sobre la mesa:

—Lo mismo, pero sin agua.

Olfateando la seriedad del momento, Indalecio ni rechistó. Solo respondió:

—Va volando, don Alfonso.

—Ganas me están entrando —dijo León, removiéndose como agobiado— de echar por la borda lo de Amalia. Pero eso sería una desfachatez que no se merece… En el fondo, no tenemos derecho… Creo que hay que llamarla… —León sacó su móvil del bolsillo y, cuando se disponía a marcar un número, Alfonso lo retuvo—.

—Perdona, Leo, pero aún no he terminado. Quiero revelarte algo que hasta ahora no he compartido con nadie.

Cuando Indalecio terminó de servir los cafés y ante la sorprendida mirada de León, Alfonso le contó la historia de su adicción a la cocaína. El ceño de León se iba contrayendo.

—¿Recuerdas que anoche salí del Jacaranda de manera intempestiva? Pues no era debido a un enfriamiento, sino a que necesitaba tomar la dosis de cocaína.

—Pero hombre, Alfonso, ¡qué me cuentas…!

—No me interrumpas, por favor, Leo, que no sé si tendré valor suficiente para confesártelo. No te dije toda la verdad, cuando te pedí que me buscaras a un psicólogo que me ayudara a superar mis supuestos insomnios y depresiones. Era un subterfugio. La verdad es que estoy enganchado desde hace más de treinta años. Y lo mismo que, mientras lo necesite, no pienso renunciar a mis visitas periódicas a los jacuzzis, de la misma manera tampoco voy a renunciar a la cocaína. El doctor Pozuelo, que me recomendaste, es excelente. La regulación que me ha impuesto es la acertada. En fin —Alfonso respiró a fondo—, creo habértelo dicho todo: así es tu amigo Alfonso, Leo. O lo tomas o lo dejas —y señalando el móvil que estaba sobre la mesa, añadió—. Ahora ya puedes llamarla.

Emocionado, León extendió sus manos hacia Alfonso y éste las anudó en las suyas. Se miraron fijamente durante unos segundos, apretaron con fuerza los labios y un guiño cómplice acudió como a una convocatoria.

Cuando Indalecio, con los brazos en jarras, se estaba preguntando qué les podía estar ocurriendo a aquellos dos veteranos de La Luna, oyó que don León le pedía:

—Dos copitas de Duque de Alba, mamarracho. Y que sea reserva, que esto hay que celebrarlo —y cogiendo el móvil, se dijo: «Ahora sí la voy a llamar. Y voy a comer con ella»—.

El móvil de Amalia sonó varias veces. Estaba ella viendo el programa de sobremesa de Canal Sur. Reconoció el número de León. Al principio, dudó; pero, antes de que saltara el contestador, aceptó la llamada.

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