Un puñado de nubes, 31

11-04-2011.

El reloj de la parroquia de La Concepción estaba dando las cinco cuando, a la puerta de La Luna, coincidieron León y Alfonso. Se habían puesto en contacto por teléfono para hablar, sobre todo, de lo que había sucedido el día anterior con Amalia. «Una putada, sin duda. ¿Quién coño eran ellos para jugar así con una mujer?» había estado pensando una y otra vez León durante toda la tarde‑noche. Mientras veía a las monjas preparar la receta del pan dulce argentino, se le vinieron a la mente, así, a borbotón, sin esperarlo, un par de versos a los que, al principio, no les dio la menor importancia, hasta que al fin se decidió a anotarlos en el borde del periódico que estaba encima de la mesita donde tenía puestos los pies y que aún no había repasado:

Dulce veneno que destila el alma,
¿amor será de falsa primavera?

Asociaba lo sucedido en el Jacaranda con aquellos dos versos, y con ellos en la cabeza y con el mal sabor de boca por su actuación impropia ante Amalia, se fue a la cama. Durmió mal.

—¡Hombre, a la par! —saludó León—.
—Como un reloj, ya sabes.

—Sí, claro, un jodido reloj suizo, eso es lo que eres.

—Uy, uy, ¿así venimos? ¿Tienes hormigas en el estómago?

—Déjate de hormigas, tengo alacranes; anda, entra, ahora hablamos.

Solo había un par de hombres en la penumbra del bar. Indalecio andaba fregoteando unos vasos. Al ver aparecer a los dos amigos, se detuvo y los saludó teatralmente:

—¡Cuánto bueno por La Luna!: don Luis Mejías y don Juan Tenorio. Pasen, señores, están ustedes en la Hostería del Laurel.

—Zorrilla nos ha salido hoy el tabernero —dijo Alfonso siguiendo la broma, mientras León ocupaba ya la mesa de siempre—.

—De “zorrilla”, nada; que una es muy decente —y afeminó los ademanes—.

—Anda, no hagas más el maricón y ponme un cortado con poca leche. ¿Tú qué vas a tomar, León?

—Lo de siempre: un descafeinado de máquina con leche templada.

—¿Dónde han dejado los señores a doña Inés? ¿En el convento? Aunque más que novicia, por sus carnes morenas bien podía ser abadesa.

—Anda, guarda ya esa lengua en su lengüero —dijo León, molesto por las bromas de Indalecio—.

Yo a las montañas subí / yo a las cabañas bajé / y adonde quiera que fui / la virtud avasallé… —seguía el camarero con su recitado—. ¿O no es así?

—Anda, pon ya los cafés y no des más la murga.

Al principio, uno frente al otro, les costó poner sobre la mesa el asunto de Amalia.

—Ayer quedamos como unos cabrones —se atrevió a decir León—. No teníamos ningún derecho a jugar así con esa mujer. ¿A ti no te ha remordido la conciencia?

—Perdona León, pero nunca pensé que te lo habrías de tomar tan en serio. Tú eres demasiado puritano. Todo lo ves todavía con los ojos de la ética aquella trasnochada del internado. La vida es otra, ¡coño!, espabila. Tienes que vivir en el mundo.

—¿A reírnos de una mujer lo llamas tú estar en el mundo?

—No te pongas trágico. Una mujer es una mujer, ya está. ¿Quién no te dice a ti que ella vino a jugar contigo y cuando nos vio a los dos siguió un juego inesperado y más jugoso? ¿Qué sabemos de ella? A lo mejor es una calentorra, una de esas viudas calientapollas.

—¡Joder, Alfonso, si no te conociera…!

—Eso es cierto. Posiblemente no me conoces bien.

—Es verdad. Han sido muchos años y cada uno…

En eso llegó Indalecio con los cafés y, colocándolos sobre la mesa, recitó con voz apimentada:

—Aquí tiene, don Luis, su descafeinado de máquina con su leche templadita. Y aquí tiene, don Juan, su cortadito con su poquita leche… Y un vasito de agua fresquita para cada uno, por si hay que rebajar los humos…

—Gracias, mameluco —soltó Alfonso; y, señalándole la barra, añadió—. Anda y desaparece entre bastidores, que no le llegas a Buttarelli ni a la punta de…

Luego, mientras removía el café con la cucharilla para que se diluyera el terrón de azúcar, le dijo a León:

—Sí, han sido muchos años y sobre todo muy diferente la vida que hemos llevado cada uno. Si te parece bien, vamos a hacer una cosa para que te quedes tranquilo y suavices esa crisis de conciencia. Vas a llamar a Amalia. Hablas con ella y le dices que la invitamos a un buen restaurante, la tratamos como a una reina y luego, si te apetece, te vas con ella a buen hotel y echas un polvo. ¿Desde cuándo no te acuestas con una mujer? Mira, podíamos reservar mesa en ese restaurante de moda que está a la orilla del Guadalquivir, con unas vistas preciosas de la ciudad, ese, ¿cómo es…? Sí, el Abades Triana.

—Oye, Alfonso: eso del polvo… ¿Y a ti qué te importa desde cuándo no me acuesto con una mujer? Pues no faltaría más… —y León movía la cabeza, escandalizado. Bebió un largo trago de café y rezongó—. ¿Tú crees que Amalia se sentirá a gusto en un restaurante tan pijo? ¿No causaría el efecto contrario de lo que buscamos y se encontraría más cohibida?

—Eh, eh, eh: alto ahí. Que yo no busco nada, ¿eh? Que quede bien claro que yo no busco nada —y Alfonso levantaba las palmas de las manos, al tiempo que inclinaba la cabeza—. Bien —prosiguió—, pues podíamos hacerlo de un modo más sencillo. Ahí mismo. Me han dicho que en El Toboso y Al-Mutamid tienen buena comida tradicional, nada de excentricidades.

—De acuerdo. ¿Quién la llama?

—Prefiero que seas tú, León. Pero espera un poco, que antes quiero decirte algo importante. Han sucedido cosas que no se le pueden ocultar a un amigo —Alfonso se había puesto serio y miró a ver si Indalecio los observaba—.

—Oye, Alfonso, ¿a ti te parece que la marranada que le hemos hecho a Amalia no carece de importancia, eh? —y León sacudía la mano en el aire—.

—Vale, León, como tú quieras. Pero óyeme ahora, porque lo que te voy a decir tiene en cierto sentido relación con ella. Antes te he dicho que posiblemente no me conoces bien. Y es verdad. En algunas cosas de mi vida personal, que yo las considero importantes, no me conoces bien.

—De acuerdo, Alfonso, te escucho —y también León echó una ojeada hacia la barra para cerciorarse de que Indalecio estaba ocupado en sus asuntos—.

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