El reloj de la parroquia de La Concepción estaba dando las cinco cuando, a la puerta de La Luna, coincidieron León y Alfonso. Se habían puesto en contacto por teléfono para hablar, sobre todo, de lo que había sucedido el día anterior con Amalia. «Una putada, sin duda. ¿Quién coño eran ellos para jugar así con una mujer?» había estado pensando una y otra vez León durante toda la tarde‑noche. Mientras veía a las monjas preparar la receta del pan dulce argentino, se le vinieron a la mente, así, a borbotón, sin esperarlo, un par de versos a los que, al principio, no les dio la menor importancia, hasta que al fin se decidió a anotarlos en el borde del periódico que estaba encima de la mesita donde tenía puestos los pies y que aún no había repasado:
Dulce veneno que destila el alma,
¿amor será de falsa primavera?
Asociaba lo sucedido en el Jacaranda con aquellos dos versos, y con ellos en la cabeza y con el mal sabor de boca por su actuación impropia ante Amalia, se fue a la cama. Durmió mal.