Obedeciendo la petición de Alfonso, Aymara se acodó en una esquina del sofá y, con gesto expectante, apoyó la mejilla en la palma de la mano. De vez en cuando, cruzaba las piernas a la manera de Sharon Stone en la película Basic instinct y, con su misma sonrisa provocativa, miraba fijamente a Alfonso. Como un imán portentoso, los ojos de Aymara absorbían la mirada de Alfonso, impidiéndole cualquier derivación hacia otro aspecto de su figura por muy atractivo que fuese. Desde la primera visita al jacuzzi del cabaré, Aymara supo que aquel señor maduro, silencioso y de distinguido porte se había hundido irremediablemente en la espesura de su mirada vegetal. Aquellos ojos eran para él como un manantial de vida. Consciente de ello, Alfonso intentaba, a menudo, esquivarlos.
—¿Qué tomas, Aymara? Porque nos tuteamos, ¿no? —dijo, yendo hacia el pequeño bar que estaba en un rincón del salón—. Tengo casi de todo: whisky, gin-tonic, cubalibre, piña colada, oporto…
—Si usted quiere, pues me tutea. A mí me da igual. Pero yo no, a usted. Y, si le digo la verdad —murmuró Aymara—, primero, prefiero que me llame usted Rosalva, que es mi verdadero nombre; y segundo, quisiera comerme un bocadillo de lo que sea, porque Nicola, ese maldito capo que Dios reviente, nos está matando de hambre.