Un puñado de nubes, 29

06-04-2011.

Obedeciendo la petición de Alfonso, Aymara se acodó en una esquina del sofá y, con gesto expectante, apoyó la mejilla en la palma de la mano. De vez en cuando, cruzaba las piernas a la manera de Sharon Stone en la película Basic instinct y, con su misma sonrisa provocativa, miraba fijamente a Alfonso. Como un imán portentoso, los ojos de Aymara absorbían la mirada de Alfonso, impidiéndole cualquier derivación hacia otro aspecto de su figura por muy atractivo que fuese. Desde la primera visita al jacuzzi del cabaré, Aymara supo que aquel señor maduro, silencioso y de distinguido porte se había hundido irremediablemente en la espesura de su mirada vegetal. Aquellos ojos eran para él como un manantial de vida. Consciente de ello, Alfonso intentaba, a menudo, esquivarlos.

—¿Qué tomas, Aymara? Porque nos tuteamos, ¿no? —dijo, yendo hacia el pequeño bar que estaba en un rincón del salón—. Tengo casi de todo: whisky, gin-tonic, cubalibre, piña colada, oporto…

—Si usted quiere, pues me tutea. A mí me da igual. Pero yo no, a usted. Y, si le digo la verdad —murmuró Aymara—, primero, prefiero que me llame usted Rosalva, que es mi verdadero nombre; y segundo, quisiera comerme un bocadillo de lo que sea, porque Nicola, ese maldito capo que Dios reviente, nos está matando de hambre.

Era la primera vez que Alfonso oía la voz de Aymara. Parecía la de una mujer adulta. Tenía un tono como tostado y sedoso, y una cadencia sosegada que acentuaba la placidez de sus gestos.

—Mira tú misma en la despensa —dijo Alfonso señalando la cocina—; hay pan y queda jamón de Los Pedroches. Sírvete lo que quieras.

 

Rosalva volvió con la boca llena y una cerveza en la mano; se sentó en el mismo rincón del sofá, cruzó las piernas y le dio un buen trago a la botella. Por la experiencia adquirida en selectos burdeles centroeuropeos, Alfonso pudo deducir la modesta extracción social de Rosalva. «Seguramente ‑pensó‑, esta muchacha ha aprendido más de la vida en los cabarés que en la escuela, si es que a ella fue alguna vez». Alfonso comprendió que con Aymara más valía ir al grano y no dar rodeos con especulaciones y conjeturas acerca del trance en que se encontraba. Sentado en el otro lado del sofá, Alfonso abrió una botella de Glenfiddich, vertió un endeble chorrito sobre el trozo de hielo y, reteniendo su mirada en el vaso, dijo:

—Mira, Rosalva: he pensado sacarte del cabaré. Hablaré con Nicola y como para él todo es cuestión de precio, pues no habrá problema. Y no pienses que lo hago para que te pongas a mi servicio. Yo no te compro a ti. Lo que compro es tu libertad. Si todo sale bien, harás de ti lo que quieras.

A medida que hablaba Alfonso, a Aymara le brillaban los ojos y de sus bellos labios se descolgaban unas migajas de pan. Un arrebato de preguntas se le agolpó en la boca:

—¿Es cierto eso? ¿Cómo es posible? ¿Por qué lo hace usted? ¿No me estará engañando? ¿De verdad que seré libre? ¿Y podré volver a Lima, a mi casa, a ver a mi familia?

—El por qué lo hago no te lo diré, Rosalva —afirmó con temple, Alfonso—. Lo que sí te digo es que estoy dispuesto a pagar el precio que me pida Nicola. Luego iré contigo a una agencia de viajes y te reservaré un billete de ida. ¿A Lima has dicho? Pues a Lima. Y, si lo deseas, también te reservo el de vuelta. Si te parece, mañana mismo hablo con Nicola, tu jefe.

Aymara estuvo a punto de preguntarle que por qué no lo delataba a la policía. Pero no lo hizo, temiendo que se desbaratara el proyecto de Alfonso y que pusiera en peligro sus vidas.

Limpiándose la boca con el dorso de la mano, Aymara se levantó del sofá y se acercó lentamente a Alfonso. Su voz gastada parecía asfixiarse en la garganta y, a sus verdes ojos, le subían unas lágrimas. Cuando estuvo frente a él, se arrodilló y, mirándolo con firmeza, le dijo:

—Estoy acostumbrada a mentiras y decepciones. Un engaño más no me ha de matar. Pero no sé por qué, tengo el presentimiento de que es usted sincero.

Cuando Alfonso iba a responder, notó que los dedos de Aymara se cruzaron en sus labios y que con la otra mano le invitaba a tenderse en el sofá. Y, mientras lo despojaba suavemente del albornoz, Aymara se decía: «Si este sueño se cumple, volveré a España. Volveré para combatir a Luciano, a Nicola y a todos los hijos de puta que, como ellos, se dedican a hacer dinero con la desgracia de las mujeres. Juro que la primera en caer será la señora Mariela Torrealta, la que me vendió a Luciano. Y que el último de la lista será usted, don Alfonso. Porque usted también es responsable».

Cuando las delgadas y expertas manos de Aymara empezaban a deslizarse por los muslos de Alfonso, éste alcanzó el interruptor y el salón se fue paulatinamente ensombreciendo.

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