El eterno retorno

Para mis hijos Víctor Manuel, Raúl David y Christian.

Ir y volver,

andar la misma calle inesperada

con la calma precisa de quien sabe

que el mundo empieza en cada esquina,

percibir los olores con el profundo aliento

que emanan las especias,

los dátiles, el cuero, y los madroños,

sentarse en un café

con una sola mesa

y escribir, si se puede,

dos palabras, o tres,

de las que quedan sólo

las letras desvestidas

de tinta irreverente.

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El jardín de las últimas rosas

Cuando en la luz se pierde

la mirada

y el aire se desviste,

y en la alberca verdosa

hunde primero el pie,

luego la espada de su cuerpo

y, al final, su cabellera,

este jardín,

un tanto descuidado,

es la memoria exacta

‑o inexacta‑ de otro jardín

bordado en un mantel

con botellas de vino rojo

y membrillos de octubre.

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Pequeño almacén de especias, con jardín al fondo

Para Andrea y Norah.

Los secretos jardines de la kasbah

donde los ángeles no fueron nunca

ángeles, sino niñas con trenzas y kaftanes

de vistosos colores:

niñas, ángeles, hadas

de cuentos europeos

que pintan en su piel

el hueco de las flores

que el viento de noviembre ha deshojado.

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El ángel con las alas de rapé

Para Salvador López-Becerra.

Delante de esta gente

que no sabe leer en nuestros labios

la historia que escondemos,

delante del dentista

que exhibe sus victorias

en la sucia vitrina

que da a la calle,

me pides que te bese.

Beso aljamiado. Punto

de cruz. Detrás la fuente.

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