Se abrió la puerta.
En el ancho salón de la ternura
divanes, pebeteros,
alfombras y tapices,
cerámica con huellas
de kábilas y besos,
vasos para beber
té de menta y orégano
con los bordes de oro
y letras alegóricas.
La vajilla tenía
la belleza de un regalo de boda
o herencia de familia.
La paz estaba allí, reconocible,
entre nosotros
y el rojo vino espeso.
Estábamos en paz, sacramentados,
hablando de las cosas naturales
ante un trozo de exquisito cordero
mientras Karim y Amin
‑ángeles bereberes en pijama‑
escuchaban la música de Buda.