Por Dionisio Rodríguez Mejías.
2.-“El Málaga”. ¡Cuánta gente admirable se conoce en la calle!
Los informes los hacía a mano a última hora de la mañana en el Doria, la cafetería de la esquina entre la Rambla de Cataluña y la calle Córcega. Allí conocí a “El Málaga”, un limpiabotas de aspecto agitanado, simpático y buena persona, que empezaba la jornada a las ocho de la mañana en el Sándor y terminaba a las diez de la noche en la terraza del Plaza, junto a El Corte Inglés de plaza de Cataluña. Qué mérito tienen algunas personas. Venía hasta adonde estabas sentado, te ofrecía un cigarrillo y, si le decías que no necesitabas sus servicios, respondía.
—Eso es igual. Si hoy no se limpia, no pasa nada; pero tengo yo mucho gusto en invitarle a un Chester.
¡Qué listo era! De sobras sabía que con aquel detalle te tocaba el corazón y acabarías cediendo. Siempre he pensado que el pobre que es ingenioso y de buena pasta, no será pobre durante mucho tiempo. Mientras limpiaba los zapatos, aprovechaba para venderte un paquete de tabaco de contrabando y algún número de lotería. Nunca se le borraba la sonrisa de la boca; parecía que no tuviera problemas.
—Llevo Chester, Winston y Marlboro del que no se vende en los estancos; americano cien por cien –oiga‑, recién llegado de los Estados Unidos.
Si notaba que había hecho contacto, ampliaba la oferta.
—¿Un número del gordo? Está garantizado, oiga.
—¿Qué quieres decir?
—Pues eso, que está garantizado. Que le toca, seguro.
—Oye, “Málaga”, ¿y si no me toca?
—Si no le toca, le devolvemos el dinero. Satisfacción garantizada; ya conoce el lema de la casa.
¡Qué mérito tenía! Cuando terminaba su trabajo, te daba las gracias con mucho respeto, cogía el taburete, miraba los zapatos del personal de la terraza y seguía con su faena. Era admirable ver con qué alegría hacía su trabajo. Años más tarde, un cuñado suyo, que heredó el negocio, me dijo que “El Málaga” tenía cinco hijos y que los dos mayores ya habían terminado la carrera. ¡Cuánta gente admirable se conoce en la calle!
Por las tardes, despachaba con un abogado joven, que daba el visto bueno a mis informes y escribía a pie de página con rotulador rojo: “OK, en base a notas”. Al terminar, me dedicaba a tareas secundarias de oficina, como hacer fotocopias, ordenar el archivo y atender la correspondencia de los clientes hasta las siete, que aterrizaba por la universidad. Gracias a Roser, saqué el curso adelante. Aquella fue una época maravillosa. Muchas noches cenábamos en el Heidelberg, un lugar estupendo para tomar ensaladas alemanas, frankfurts, bradwursts o bocadillos de toda la vida, con cerveza fría y bien tirada.
Los sábados deambulábamos por los alrededores de la calle Tuset, tomábamos una copa en el Stork Club de las Galerías Arcadia, en la Cova del Drac o en el Pub Tuset, muy frecuentado por conocidos personajes de la gauche divine y, como no era caro, cenábamos una tortilla en el Flash Flash de la calle La Granada. También era muy agradable deambular por los alrededores de la plaza del Ángel, visitar la sala Parés, el Ateneo Barcelonés, la casa donde vivió Ángel Guimerá ‑en el número cuatro de la calle de Petritxol‑, las viejas joyerías y librerías, y sentarnos a tomar trufas con cava en las antiguas chocolaterías de aquella calle.