Amigo Cirno

11-10-2010.
Nunca estuve de acuerdo, amigo Cirno, con aquellos que vocean destempladamente la gloria de los dioses y los engaños de los hombres. Nadie es culpable del todo de sus ruinas y de sus cobardías. Sólo aquellos que olvidan voluntariamente la palabra otorgada y faltan a su juramento merecen la censura pública.

Con frecuencia vemos que quienes creíamos que obraban el mal, hacían el bien, y quienes practicaban el bien, ocasionaban el mal. No siempre el hombre acierta en lo que apetece ni se conduce con acertado criterio. Algo así sucede al joven cuando decide tomar oficio. Melanipo se ocupó junto a mi padre Crises de las vides, del campo de olivos, del comercio con Esmirna, de las importaciones de trigo y de la cría de caballos, así como del comienzo de la explotación de una cantera de mármol que había descubierto en la ladera de un montículo de la propiedad de mi padre, pues desde Corinto, Delfos, Megara, Atenas y la cercana Samos, donde se había comenzado la sustitución de la madera por la piedra en la construcción de templos y palacios, la demanda era constante.
Había perdido ya mi madre el favor de Crises. Una esclava, por muy hermosa que sea a la edad de trece años, a los treinta y uno no incita a su amo, aunque conserve la altivez y el encanto antiguo tamizado de tristeza y ternura, y a lo más que puede aspirar es a la compasión.
Entre mis compañeros la suerte fue varia: Yolao, el de los bucles negros y párpados cansados, siguió el camino de Mileto, para entrar en su afamada escuela de sabiduría, pues no gustaba dedicarse al negocio de la lana al que su padre lo había destinado; Biaquis, el hijo del perfumista, se casó con Neocratis, en la región de Sais, cerca de la desembocadura del Nilo, y regresó a Paros sólo para desmantelar la casa de sus padres, pues intuyó que el futuro del comercio de la región tendría su cabecera al oeste del mar; Folo, el Bizco, a pesar de su estrabismo, encontró acomodo en casa del viejo Quirón, al que amó hasta la muerte y del que heredó sus negocios de orfebrería; Peleo, el Citarista, se marchó a Atenas y llegó a ser músico oficial; Foco, rubio, blanquísimo como una cordera lechona, apareció ahorcado en el sicomoro del patio de su casa, una mañana azul y plata, sin que nadie supiera las razones de tal determinación en un muchacho que apenas si rozaba los dieciocho años.
A mis diecisiete, la isla me parecía tan pequeña que me ahogaba, más aún cuando sólo podía tener una salida digna a mi condición: dedicarme a la guerra.
A Crises le pareció la más acertada de las ideas que le propuse. Era un modo más que aceptable de alejar a un hijo bastardo que siempre le había acarreado problemas con los otros nobles de la ciudad. Y más aún, al saber que empezaba a escribir obscenidades que luego leía en público, desprestigiando su nombre. De ese modo, aunque no del todo deseada, cabía la posibilidad de una muerte honrosa en cualquier batalla de cualquier región desconocida, y quién sabía si gloriosa, con lo que su propio nombre se vería magnificado. Y, cuando menos, la lejanía le evitaría incómodas situaciones entre las familias más nobles de la isla.
Sin saber por qué, recordé los versos de Mimnermo de Colofón, que por entonces andaba de boca en boca entre los marineros que llegaban a Paros:
Pero duró un tiempo muy breve,
como un sueño,
la juventud preciada.

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