Por Mariano Valcárcel González.
Me rondaba por la cabeza desde hace tiempo el recuerdo de unos chicos de mi pueblo que contra todo pronóstico pudieron hacer real su sueño.
Contra viento y marea, sí señor. Estábamos en vísperas del final del franquismo, pero se trataba de evitar lo inevitable, o de ignorarlo. Todo debía seguir igual, aunque se pudiese dar una apariencia de cambio para lograrlo. La televisión española, la única existente –TVE– oficial, seguía erre que erre con sus modelos de programas e informaciones rancias y encorsetadas; apenas si aparecían destellos de renovación y desenfado (recuérdese el “Un, dos, tres”). Al programa de competición educativa “Cesta y puntos”, de gran predicamento, siguió una secuela titulada “Subasta de triunfos” al inicio de los setenta. Y aquí es donde yo quiero llegar y donde ellos llegaron.
En esta página web (http://ubedaabierta.blogspot.com.es/2013/06/70-01.html) se puede consultar tanto la génesis de esa situación como sus componentes, su desarrollo y hasta su victoria. Está bien explicado todo. Y, en efecto, lo de aquel equipo formado casi precariamente y a la fuerza para un concurso que se les venía encima.
El programa era directo heredero del citado “Cesta y puntos” (y en mi imaginario quedó que el otro era este) y arrastraba así los vicios del mismo, en cuanto a clasismo y elitismo de los equipos participantes. Si se consulta la lista de equipos en esta fase, se constatará que la abrumadora mayoría lo eran de colegios e institutos en manos de los curas y las monjas, supuestamente entonces mejor preparados que los de la enseñanza pública (el gran salto para dignificar esta se empezó a dar con la implantación de la EGB). Por lo mismo, en este nuevo programa los concurrentes habrían de ser también provenientes de esas élites privilegiadas.
Y fue Antonia, la chica que creía en los sueños, la que -como jugando- se encontró con la invitación para presentarse en Madrid. ¡Al fin y al cabo, lo que pretendía obtener era una estancia breve y gratis en la capital! Es importante este dato; Antonia no provenía de ninguna familia de las que había que tener en cuenta en Úbeda, incluso estaba fuera ya del sistema educativo (ni privado, ni público) y sus amigos y conocidos tampoco eran de los círculos “imprescindibles” con los que había que contar por allí. Vamos, claramente, ellos no contaban.
Aunque fuesen unos máquinas en lo suyo, en sus estudios, tanto en el bachillerato como en la formación profesional, no podrían representar nunca, ¿se entiende?, nunca, a la Úbeda del incensario, del postureo y de los valores perpetuos e intangibles. No lo supieron hasta que ya estaban metidos de lleno en el tinglado.
Para empezar, no encontraron apoyo alguno en sus centros de enseñanza. Así fue y yo fui testigo de ello. Acudieron, sí, a un maestro joven (que no era de ninguno de esos centros, lo que demuestra lo afirmado) que se prestase a ayudarlos, porque sin ese requisito -llevar un tutor-, no se podía presentar. ¡Nadie se prestó a ello de entre el profesorado! Y es que lo que intentaban era inaudito e increíble y además quedaba fuera de las coordenadas admitidas, de la lógica del discurrir de la sociedad local. Y, por supuesto, no había colegio de curas ni de monjas de por medio.
Que la elección del tutor fue a la desesperada lo confirma también la situación provisional del mismo (con la mili amenazante) y que luego, al ir cosechando triunfos, alguien (muy buena persona por demás) se prestase, ahora sí y como profesor de instituto, a continuar el trabajo iniciado.
Fueron ganando eliminatorias como quien no quiere la cosa y de callandico, y el pueblo empezó a darse por enterado de que tenían unos chicos del mismo, ganando certámenes tras certámenes y a centros de mucha más enjundia; porque, precisamente, ellos no partieron de ser miembros de algún colegio en concreto, aunque en honor al patrón local se denominaron “San Miguel” (bueno, algún dato afín a la religión había de tenerse, si se quería intervenir con cierta garantía).
Con el enterado popular, hubo de consignarse el enterado de la oficialidad social e institucional. A su pesar, hubieron de admitir lo evidente; chicos del común lograban vencer a otros con más pedigrí y supuesta preparación y llevaban el nombre de la ciudad a toda España. No había más remedio que aparentar regocijo y apoyo, siquiera por no quedar mal.
Cuando llegaron las finales, como Televisión Española tenía previsto hacerlas en cada población de los tres finalistas, hubieron de transigir. Prestaron el mejor escenario que existe en la ciudad, la joya de la corona, la magnífica fachada de la Capilla del Salvador del Mundo.
En este encuentro, tal vez los nervios por estar en su pueblo les hicieron perder esa ronda. Pero luego tornaron a su ritmo combativo y arrasaron. Ganaron el concurso a nivel nacional.
Ahí quedó eso, el logro de unos sueños más que superado. Para ella y ellos me imagino que una experiencia completa, tal vez agridulce, que todo en esta vida lleva estos componentes. Pero yo me quedo con el triunfo que supuso, frente a una sociedad retrógrada, obtusa e intransigente, cerrada, que no podía admitir que eso se hubiese podido dar. La prueba fue que apenas, hasta que ya lo evidente era sangrante, se dieron por enterados, ni procuraron que los demás se enterasen (por supuesto campañas de apoyo popular no se promovieron).
Y, en cuanto aquello acabó, se corrió un espeso velo. Máxime cuando posteriormente intentaron repetir la experiencia; pero eso sí, con alumnado considerado “apto” y apoyado ya por la clase dominante, y que no obtuvo el éxito esperado. No se podía aceptar tal desprestigio.
Y una reflexión adicional: que habría que valorar los conocimientos que aquellos chicos tenían y compararlos con los que tienen ahora los de su edad e incluso los llegados ya a la enseñanza universitaria. No hay color.