Por Dionisio Rodríguez Mejías.
7.- ¿Gastar menos o ganar más?
En el día siguiente, faltaron al cursillo dos vendedores. Pero el instructor no se sorprendió de la ausencia, sino al contrario. Nos dijo, muy seguro, que se lo esperaba y, al notar que uno de nosotros sonreía con malicia, sacó un papel de la carpeta, leyó nuestros nombres uno a uno y nos enseñó los dos que había tachado con rotulador rojo. No puedo explicarme cómo lo hizo, pero aquel hombre tenía recursos para todo. Solo quedábamos cuatro y, en aquella sesión, nos habló de los puntos necesarios para cerrar una operación.
Después de saludar a los clientes, acompañarlos al autocar e instalarlos en sus localidades, debíamos valorar su capacidad económica sin necesidad de preguntar, con afirmaciones –inocentes en apariencia– hechas con mucho disimulo. Una manera muy sencilla de empezar era diciéndoles que a aquellas horas no habrían tenido problema para aparcar. Así, tirando del hilo con delicadeza, nos enterábamos qué coche tenían; en qué trabajaban; si el piso en el que vivían era de alquiler o propiedad, y un cúmulo de detalles para hacernos una idea, lo más exacta posible, de su capacidad de compra. Después de estimar el nivel económico del visitante, había que crear la necesidad y, para conseguirlo, utilizábamos un argumento con un título muy llamativo: “Barcelona, ciudad infernal”, que consistía en hablar de los peligros que ocasiona la contaminación de las grandes ciudades y los incalculables beneficios del aire del campo.
―No hagas mucho caso de ese punto ―me dijo Paco, cuando salimos a la calle y le comenté las cuestiones aprendidas aquel día―; el señor Bueno puede decir lo que quiera, pero la gente del campo se mata por venir a Barcelona los fines de semana.
Una vez enfrascados en la charla, al llegar a la salida de Mataró, debíamos mirar al reloj y decir que ya solo faltaba media hora para llegar a Edén Park, una distancia muy razonable, si teníamos en cuenta que, en ocasiones, se tardaba más de dos horas en llegar a Castelldefels. Valorados los clientes, seguros de que Barcelona les parecía la antesala del infierno y que una hora de viaje no era una distancia excesiva, venía uno de los puntos fuertes del proceso: “Apología del terreno”. Aquí debíamos hablar de la disparatada carrera del precio del suelo en Barcelona, y concluir que las urbanizaciones de lujo, como la nuestra –con piscinas, pistas de tenis y campos de golf–, eran un valor seguro y un ahorro garantizado, cuyo precio muy pronto alcanzaría cotas impresionantes.
Hasta aquel día yo había creído que un hombre no se realizaba plenamente hasta que se casaba y tenía hijos; pero Manolo, “El Nervio”, opinaba que para realizarse en plenitud había que comprarse un coche, un piso, y una casa en el campo. Al asunto de los hijos no le concedía tanta importancia. Lo esencial, para él, era conseguir recursos económicos suficientes, para alcanzar un estatus desahogado y hacer feliz a una mujer. O sea, regalarle joyas y vestidos, salir con ella por la noche y ofrecerle una vida de lujo y comodidad. Para mí, que no había olvidado, todavía, a la novia del sanluqueño.
Eran las doce y media de la noche, cuando alguien dijo que no quería llegar muy tarde a casa, y pidió la nota. Pensé que invitaría el jefe, para ganarse nuestra amistad, pero nos jugamos el importe a los chinos, y me tocó pagar. No obstante, aquel modelo de nobleza y rectitud, conocido por “El Nervio”, siempre tenía a punto la frase adecuada.
―No se preocupe, señor Aguilar. Lo positivo de gastar dinero es que tenemos que trabajar para ganarlo. ¡No se trata de gastar menos, sino de ganar más!