Sacrificio

Perfil

Por Mariano Valcárcel González.

¡Muerte al infiel! Eso, muerte y destrucción. Y que desaparezca del mundo todo el que disienta y no acate.

Con ello lograremos satisfacer el ansia de sangre y la necesidad de sacrificios cruentos que la deidad, las deidades de todos los siglos tienen o tuvieron. Esto es viejo como la misma humanidad; el que se tratase de aplacar la ira de Dios por nuestros actos y pecados con la ofrenda de cualquier víctima inocente o no porque podían ser enemigos o prisioneros; pero, a poder ser y ello ya era y es lo más de lo más eficaz, si la víctima escogida es humana; apretando aún más los conceptos, cuando la víctima que sacrificar es además un infante y si es primogénito, ya la expiación es completa.

Este concepto de víctima unigénita lo tenemos todavía como base y pilar de fe en la religión cristiano-católica, bien que estilizado al máximo, concretado en abstracción teológica de sutil elaboración; lo cual, al menos, supera eso de victimar a personas concretas e incluso a animales más o menos considerados “puros”.

Pero el fondo sigue ahí. Ahí sigue el concepto de sacrificio cobarde para, mediante el mismo, salvar nuestras personas de los merecidísimos castigos que se supone debiéramos padecer. Atavismos de unas eras pasadas, en las que, dada la impotencia humana para evitar o asumir las circunstancias a veces muy duras y adversas de la vida, el recurso al que se recurría, frente a esos dioses irritados, era el de interponer entre ellos y nosotros una barrera de ofrendas, regalos y expiaciones de supuestas culpas, más radical cuanto más fuertes eran los agravios, las desviaciones o las faltas cometidas. Atavismos y supersticiones.

Pero aún siguen y perduran «¡Muerte a los infieles!». A los herejes, a los tibios, a los acomodaticios, a los desviados, a los renegados y a los ateos. Muerte y destrucción. Y eso se ha llevado a cabo y a término, cuantas veces ha convenido en todas las épocas. Porque en todas las épocas han existido quienes sentían peligrar sus privilegios, su poder, o querían imponerse sobre los demás. La fuerza y el terror es un argumento de convicción muy eficaz; y si no de convicción, al menos sí de sumisión. Así que, en cualquier estado o condición (sea religiosa, sea política o de términos mixtos) en el que el poder quiera mantenerse o imponerse, el recurso a la fuerza imperativa es inexcusable.

Ya se sabe que intentar imponer el pensamiento ilustrado, ya viejo, es un ejercicio de optimismo absoluto (como la misma Ilustración lo fue) que tiene más de deseo que de realidad en determinados mapas culturales; lo generado desde la filosofía occidental no impregna, por mera incompatibilidad, otras culturas ajenas a esta zona mundial. Pretender insistir en ello es ejercicio de dura imposibilidad; al menos, en cuanto a efectos de inmediata eficacia se refiere. Debe ser un lento, lentísimo calar, que poco a poco impregne los fundamentos más reacios a la modificación.

En esta lucha, tenemos mucho que perder, mucho que ganar, pero también debemos tener mucha paciencia y constancia. Sin intentar llegar a las comparaciones vejatorias (que las hay), el mero ejercicio de nuestras convicciones y modos de vivir debe servir a ello. Pero hemos de lograr separar, como condición imprescindible, el mundo de las creencias, de la religión establecida o practicada, de las normas y costumbres que dicte la vida civil en su conjunto, sus leyes y normas más o menos permisivas, más o menos represivas, más o menos tolerantes. Es en este aspecto donde puede y, de hecho, falla todo.

De la Ilustración, esa viejuna que nos llevó al progreso (bueno, a los españoles menos, que la Iglesia católica velaba por nuestra integridad) se aprendió a separar religión y ley civil y, con ello y como condición necesaria y suficiente al respeto, precisamente, de las conciencias y de los actos religiosos como opciones personales, pero no como normas que imponer (más o menos). Esta evolución debiera servir para que no pudiera oírse nunca el grito «¡Muerte al infiel!», pues ¿quién es infiel y de qué? De todo y de nada. De cualquier sistema que pretenda imponer su pensamiento como normativo y definitivo; así que seremos, sin quererlo, infieles de un sinfín de cosas y, por lo mismo, por un sinfín de cosas nos podrían castigar (no digamos ya darnos muerte).

Quienes se quedaron anclados en los viejos dioses de antaño, o en un Dios concreto, pero barnizado del horror del necesario sacrificio, no pueden entender, ni quieren, lo anterior, que es contradictorio con su esencia de ser y existir. Premio y castigo como norma y premio especial a quien ejecute el castigo, el sacrificante, el que se llena las manos de sangre y las levanta al cielo, enseñándoselas al Dios vengativo y cruel. Al menos, en verdad, es más efectiva esta última imagen para una mente calenturienta. Ante esto, ¿qué…?

Todavía se están preguntando algunos qué falla cuando aparece esto frente a lo anterior. Falla el argumento. Porque no lo hay de una fuerza y una eficacia tal que supere y acabe con el de la fe, que es la que “mueve montañas” (según el apóstol) y acciona los sentimientos y los actos. Aunque esa fe la haya inculcado un alma perversa y criminal, ¡cuántos ejemplos de ello ha habido y hay! Pues, si de una cuestión de fe no podemos partir, partamos de una cuestión de ley, orden y convivencia. Y, repetiré hasta la saciedad, de una cuestión de reciprocidad. Es la única forma de encauzar el problema, siempre desde luego con el respeto (no recíproco en sus casos extremos) a la opción religiosa defendida.

Si no se llega a ello, el temor seguirá existiendo y la prevención ante las manifestaciones de religión extrema será legítima.

marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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