“Los pinares de la sierra”, 15

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

2.- Una mentira más.

Mientras caminaba hacia la puerta, me vino a la cabeza una idea brillante y luminosa, que estaba seguro de que le iba a impresionar. Me invitó a sentarme, encendió un resto de puro que había en el cenicero, se arrellanó en el sillón y dijo, mirándome a los ojos en tono desafiante.

─Bueno, ya no le oye nadie; a ver qué es eso tan importante que me quiere decir.

─Es que…, me da mucho corte, señor Manubens.

─Vamos, vamos, Aguilar. Que usted siempre ha sido un joven valiente y decidido.

Intenté sonreír para darle las gracias y dije, aparentando una angustia cerval.

─Es que, para no tener que solicitarle más permisos, he conseguido que un doctor, amigo de la familia, me opere el viernes por la tarde… Y, claro, no sé si voy a estar en condiciones de venir. ¿Qué dice usted?

Manubens se pasó la mano por la frente, como para enjugarse el sudor.

―Y ¿de qué tiene que operarse un hombre joven y fuerte como usted, si se puede saber?

Bajé la cabeza, aparentando una turbación que no sentía, y respondí.

―De fimosis, señor. Pero guárdeme el secreto, por favor. Ya sabe lo bromistas que son algunos compañeros con estas cosas.

No pudo disimular una sonrisa, pero se puso de mi parte, como yo esperaba.

─No se apure, jovencito. ¡Mucho ánimo! No se lo diga a nadie y santas pascuas. Le comprendo y no dude de que, si alguien preguntara por usted, ya se me ocurrirá algo sensato, para respetar su intimidad. Sabe que siempre puede contar conmigo.

─Muchas gracias, señor.

─Lo que no me será posible es dejar de aplicarle un ligero descuento en la nómina del mes en curso, para pagar el champán, la tarta y los extras de la fiesta. Ya sabe; más que una empresa, en esta casa somos una familia. ¿Está de acuerdo?

─Sí, señor.

Con la intención de darle a mi amigo una alegría, cuando nos encontráramos en la fiesta, el jueves por la tarde me pasé por la Facultad, a ver si ya habían salido las notas. Los pasillos estaban desiertos; únicamente, ante el tablón de anuncios que había frente a secretaría, se congregaba un pequeño grupo de estudiantes, que comentaban los resultados de los exámenes. No hubo ninguna dificultad para que la señorita de la ventanilla me entregara mi papeleta; pero, para saber si a Paco le habían puesto la misma nota que a nosotros, tuve que mentir de nuevo ‑en esta ocasión a la secretaria‑ y repetir el latoso melodrama de siempre, para que también me entregara su papeleta tras un capítulo de ruegos e insistencia.

Durante toda la mañana del viernes, dos cosas que me preocupaban me estuvieron dando vueltas en la cabeza. La primera era la seguridad de que aquel pluriempleo, en el que Paco se sentía tan feliz, no le iba a ayudar demasiado en sus estudios. Comprendía que el dinero era importante, sobre todo para una persona con una infancia tan difícil como la suya. Suponía que los años vividos en la casa cuna, habrían sido una dura experiencia para él y podrían afectarle en el futuro. Montones de veces me dijo que su infancia estaba llena de decepciones y que sus mejores recuerdos se remontaban a los días en que correteaba por la playa, junto a su padre, cuando bajaba la marea. En cambio, ahora, gracias a aquel pluriempleo, disfrutaba de la mejor etapa de su vida: ganaba dinero, se encontraba a sus anchas y gozaba del respeto y la admiración de sus compañeros. ¿Qué más podía pedir? La otra cosa que me preocupaba era la respuesta que debería dar al señor Bueno, cuando me preguntara si estaba dispuesto a formar parte del equipo. Estaba seguro de que, si me dedicaba a la venta, más tarde o más temprano, debería abandonar mi carrera y, aunque tenía la sensación de que aquella actividad podía resultarme muy rentable, no estaba dispuesto a renunciar la Universidad.

roan82@gmail.com

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