Por Mariano Valcárcel González.
Camarada:
Como sé que todavía, y a pesar del tiempo pasado, continúas en tu afiliación política, tan vintage, pues me permito unas reflexiones que quiero compartirte.
Me admira, en principio, que, a pesar de las evidencias, sigas defendiendo ese falangismo descafeinado y totalmente manipulado en que lo convirtió Franco. O no has revisado bien la historia del partido o simplemente nunca fuiste un verdadero falangista. Me explicaré.
Lo que el general dio a la Falange, al erigirse en líder indiscutible de la sublevación anti republicana, en realidad fue el chocolate del loro. Mucho camisa vieja, mucha bandera al viento, mucho grito ritual y mucho cargo o carguillo desde el que llevarse algo más que un mendrugo de pan duro. Los que fueron jefazos de la llamada “primera hora” achantaron la cabeza cobardemente mientras se enriquecían algunos descaradamente (si el Caudillo los dejaba hacer). Mucho recuerdo del Ausente (que llegó a ser trasladado con pompa medieval al Monasterio de los Reyes, para luego pasarlo a donde todos sabemos); pero mero recuerdo y no una revisión y crítica sincera del porqué se permitió su fusilamiento en Alicante… ¿No te has parado, camarada, a pensar en la oscuridad del caso?, ¿por qué, si hubo tantos intercambios de fichas y peones, esta pieza fundamental de los alzados no pudo ser rescatada?, ¿a quién benefició verdaderamente su desaparición…? Creo que las respuestas las tienes, aunque nunca te hayas atrevido a exponerlas; menos aún viendo lo que tenías a tu alrededor, incluyendo la desvergüenza y cinismo de los parientes más directos del fusilado.
Tantos años aparentando que existíais, cuando en realidad solo erais ya sombras del tiempo pasado y estabais supeditados a la primacía de la Iglesia Católica y del Ejército. Algunos optaron por buscar un suicidio involuntario y heroico en aquella División Azul, helada en los campos soviéticos; otros se largaron del tinglado con ruido y escandalera (ejemplo Ridruejo); los más se conformaron con presidir actos y procesiones, bien controlados por los curas, exhibiendo sus camisas, sus guerreras con las medallas del salchichón bien visibles, y vivir en las covachuelas que el Régimen (Movimiento Nacional, nunca más Falange) había dispuesto para los fieles amansados. Había los que, todavía, cuando se iban hacia la cruz de banderas, en los campamentos pugnaban por izar la del Yugo y las Flechas antes que la de la Cruz de San Andrés, en un supuesto gesto de rebeldía ante lo que ya estaba decidido.
Cuando me tocó ir a lo que se denominó Instructores Elementales, campamento obligatorio si se quería ejercer la profesión de maestro, lo más que se hacía era cantar “Fidelidad”, muy bien cantado, porque los de la SAFA, que íbamos en bloque, nos lo sabíamos perfectamente ‑a ver, los de la SAFA, que canten “Fidelidad”‑, y aquel mando del Frente de Juventudes o Falange, o la OJE o lo que fuera ya, gordo y ansioso, daba por culminada su misión adoctrinante. Mero retablillo de don Francisquillo.
Ahora hay quienes, jóvenes ellos, desconocedores de la verdad y desde luego sin ninguna intención de conocerla, salvo en la cascarilla de esa tramoya dicha de relumbrón de gestos, signos y símbolos o banderas, y de las mínimas consignas para mantenerse, reivindican la Falange (como otros en sus extremo reivindican la Revolución) y uno no sabe si es la del Fundador, la del Unificador o la de los epígonos oportunistas y mendrugueros. Tú, viejo camarada que has sobrevivido a toda una época, tal vez te mires en el espejo y aún veas al joven apuesto y viril (¡ah, la virilidad, mito indispensable!) que un día fuiste.
Quedáis pocos, poquísimos. El tiempo no pasa en balde. Tal vez tus ideales, tampoco. Recibe un saludo cordial, pero perdona que no levante el brazo con la palma abierta.