Por Mariano Valcárcel González.
Ahora, que todo anda al revés y que nada de lo que era parece consistente; ahora, que por un puñado de votos que se pueden traducir en la permanencia del sistema corrupto casi matamos o vendemos a nuestro propio padre; ahora, que todo se difumina en una nube de irresponsabilidad, da gusto encontrar personas que parecen nadar contra corriente.
Porque son en verdad las que nos permiten mantener las referencias, aparentemente perdidas, de lo que se fue o de lo que debiera seguir siendo. Y que es lo que nos puede mantener en la esperanza.
En realidad, escribo sobre la honestidad. Virtud que afecta no a lo que siempre se indicó: a la apariencia, a la conducta “honesta”, o sea, recatada, moral, púdica y asexual, referida y exigida a las mujeres que, bajo esta interpretación ‑y solo esta‑, conocimos muchas años esta palabra. Mujer honesta…, actos deshonestos…, sexo y lujuria pecaminosa. Curioso; al hombre, en general, no se le calificaba de deshonesto, ni tenía que demostrarlo ni justificarse.
Los otros significados de la palabra ‑en español‑ quedaban borrados casi por entero. No se les tenía en cuenta. Este es el problema; que hemos confinado la honestidad al sexo o a sus manifestaciones públicas y olvidado sus demás significados. Y, acabada la mordaza de la moralina (para los que se decantaron por el libertinaje), ya no tenemos costumbre de acudir a la honestidad para nada.
Estamos equivocados.
Por eso, siento mi alegría y cierta esperanza de que hay personas que viven con arreglo a sus reglas honestas. Las que se imponen, ellas mismas, en el ejercicio de su trabajo diario, de sus responsabilidades. Las hay. Y es una enorme alegría toparse con ellas. Porque contribuyen a facilitarles la vida a los demás; seguro.
Repito: no me refiero a la honestidad regida desde los púlpitos, de puertas afuera o para aherrojar la libertad de la mujer; que esa, cada cual la utiliza según su credo o incredulidad; es la de la palabra dada y no rota, la del ejercicio correcto de la responsabilidad y del deber adquiridos; la de la satisfacción de la obra bien hecha…
También se es honesto cuando se renuncia o se declina lo que uno estima como inmoral, injusto o deshonesto. Y eso sí que es bastante difícil. Porque, como he indicado al principio, por intereses personales, de clan o de grupo, somos capaces de tragar lo que nos echen, a despecho de lo que creíamos, decíamos o practicábamos. No indico que la honestidad personal sea lo que marque el rumbo general de las cosas; que la consideración de unos nos sea impuesta; pero es tan cierto que lo general nunca se nos debe perder de vista, como que lo particular debe ser respetado, protegido y practicado.
De aquí que, constatada la existencia de humildes gentes honestas ‑muchas todavía‑, me congratule públicamente. Las que ejercen con diligencia y cualificación su profesión, las que piensan que facilitando las cosas al otro no es hacer el tonto ni perder el tiempo, las que se obligan ‑porque sí‑ a cumplir lo que prometieron, las que no ven a los demás como potenciales enemigos o próximas víctimas de sus ambiciones, las que tienen tal respeto a los demás que se respetan a sí mismas.
Yo me siento muy orgulloso del trabajo de mis hijas; el que cada una de ellas ejerce, entregándose al mismo con la simple voluntad de que les salga bien, pese al esfuerzo empleado. Las veo y me veo, cuando ejercía mi profesión, procurando que mi rutina fuese efectiva, tuviese sus resultados, pues no hay nada peor, no que se ejerza rutinariamente, sino que esa rutina no produzca ningún resultado, que esté desfasada, o que simplemente la realicemos para matar el tiempo. Por eso, cuando me jubilé, lo hice con toda la satisfacción del deber cumplido y de la conciencia honestamente tranquila. No quiero con esto decir que nunca cometiera errores o que lo que hice fue lo mejor de entre los demás; no; pero siempre existió el empeño de la eficacia y de la mejora.
Por eso, no por otra cosa, no habitó en mí la nostalgia.