El suicida veleidoso

Por Jesús Ferrer Criado.

SINOPSIS DE LO PUBLICADO

El sufrido lector conoce ya la triste historia de nuestro protagonista Rufino Cifuentes Cantalapiedra, pensionista, ex secretario del juzgado y soltero, que desengañado por un reiterado fracaso amoroso, concretamente no poder reunir en una cena íntima con velas y champán francés a la deliciosa actriz Helen Silverton, trágicamente fallecida en accidente hidráulico ‑se ahogó en su piscina‑ y a su prima Federica María, de quienes siempre estuvo enamorado, de las dos juntas y a la vez, planea poner fin a su vida no sin antes hacer testamento a favor del Estado de Massachusetts y de la Residencia de Ancianos de su pueblo, a partes iguales.

Hombre discreto y enemigo del sensacionalismo, del escándalo y de las televisiones locales, Rufino se encierra en su casa con cincuenta cajas de Vichy Catalán con el firme propósito de acabar discretamente con su vida ‑por ahogamiento o por anhidridocarbonicosis como él lo llama‑, ya que su vida no tiene ya ni sentido ni remedio. Su primer plan, antes de hacer cuentas, era cumplir sus dramáticos designios en Boston o en Tánger, localizaciones exóticas y alejadas que le hacían mucha ilusión, pero que descartó pronto por cuestiones prácticas de orden económico. Así que, con cierta desgana, decidió suicidarse en su propio pueblo, algo que estéticamente le repugnaba, pero a la fuerza ahorcan.

Afortunadamente, su ausencia de la vida pública la mañana de autos ‑como diría él‑, o sea, cuando empezó a anegarse internamente con Vichy Catalán ‑como homenaje a la también anegada Helen‑, digo que su ausencia alarmó al perspicaz vecindario, especialmente al del bar de abajo (de oficial “Las cuatro puertas” y por mal nombre “El Chori”), donde puntualmente, a las 8:25 AM, y cada día del año, desayunaba chocolate con churros y un chupito de orujo. Alarmados por la ausencia y tras una ardua deliberación a grito pelado, a eso de las nueve y cuarto, media docena de parroquianos, con “El Chori” al frente y unos lingotazos de cazalla en el cuerpo, deciden subir al piso de Rufino, provistos de hachas y otros utensilios domésticos, para derribar la puerta y ver qué pasa. Rufino, en pleno suicidio, oye la algarabía en el rellano, abre también a ver qué pasa y se encuentra con la multitud.

Según declaró después uno de los vecinos a la televisión autonómica, el aspecto de Rufino era normal: en pijama, con ojeras y la barriga hinchada. Aparte de lo cual no aparentaba en absoluto la abstinencia de churros y demás, ni efecto alguno por la ingesta de tres litros de Vichy Catalán, según los cascos vacíos que había sobre el escritorio.

Hombre discreto y enemigo del sensacionalismo, como ya se ha dicho, Rufino sonríe, disimula y da tabaco. Además promete, con la voz algo anhidridocarbonicada y para no inquietar al vecindario, seguir tomando puntualmente su chocolate con churros pase lo que pase.

Pero Rufino no es hombre que se arredre; y, si se arredrara, se arredraría por causas de más peso y enjundia que la alarma de un tabernero que pierde un cliente. Así que en su interior no deserta de su propósito suicida ni mucho menos; faltaría más.

No obstante, y por ironías de la vida, conocida por los medios de comunicación la ingente cantidad de Vichy Catalán que Rufino atesoraba en su casa ‑y que él afirma ahora ser sólo una pasión de adicto‑, el Ayuntamiento de Caldas de Malavella decide, a pesar de la frontal oposición de la AAE (Asociación de Alcohólicos Empedernidos, enemigos jurados de cualquier clase de agua), declarar a Rufino hijo adoptivo de la salutífera localidad gerundense, lo que le obliga a acudir a la citada ciudad, a gastos pagados (cerrada oposición de AAP, Asociación de Amigos de la Pela) y donde se le entrega un diploma enmarcado y una insignia de solapa. Todo esto aumenta la popularidad de nuestro personaje en Torreblanca y su comarca, y nuestro héroe ve cómo la vida le sonríe, ve que en el mercado le ofrecen los mejores tomates y ve que el tabernero es más generoso con los churros. Extraoficialmente pasa a ser conocido como “Rufino el del agua” y para algunos “Rufino el catalán”.

Pero Rufino es mucho Rufino y no está dispuesto a dejarse sobornar por cuatro carantoñas. La decisión de dejar este mundo cruel sigue firme, aunque se plantea cambiar de estrategia. Así que, una vez entregadas las cincuenta cajas de Vichy Catalán al asilo de ancianos, decide comprar las Obras completas de Cayo Lara, y encerrarse en su domicilio a ver si la profundidad de las ideas, ideologitis mórbida le llama él, le produce el deseado colapso intelecto‑emocional que lo fulmine limpiamente y sin escándalo, como él quiere; porque Rufino es hombre discreto y enemigo de sensacionalismos, charcos de sangre y espectáculos dantescos.

Mientras planea este diabólico plan y cuando se dispone a salir hacia la librería, en busca de las dichas obras completas, se topa en la puerta con un atento vendedor que le ofrece la Enciclopedia británica en versión original, con subtítulos y notas al margen, oferta que subyuga a Rufino, que olvida en el acto su anterior opción. Efectivamente, ahora se da cuenta: las Obras completas de Cayo Lara junto a su cadáver hubieran sido de lo más sospechoso. Cualquier lector de Agatha Christie sospecharía inmediatamente la intención suicida, y el escándalo estaría servido. Rufino firma los papeles que le ofrece el vendedor y ya se ve a corto plazo ‑el vendedor habla de siete días‑ felizmente muerto, elegantemente echado en su sillón orejero con el salón debidamente ordenado y con un tomo de la Enciclopedia británica, versión original, entre las manos. Incluso se le dibuja una sonrisa de satisfacción imaginando la cara de envidia de sus vecinos: «Joder, qué nivel tenía el Rufino», pensarán.

En realidad, ni se cree la suerte que ha tenido. Lo de la enciclopedia ha sido providencial y hay que celebrarlo. Así que se va al frigorífico y saca una botella de orujo casi llena y se sirve el primer chupito, pero en copa de champán. «Esto es vida» se dice con delectación, mientras saborea el licor en el que ha sumergido una cereza confitada.

Para ensayar la postura final de su suicidio, por lo que él titula ahora impacto británico‑cerebral fulminante por sobredosis y a falta de la guía de teléfonos que no encuentra por parte alguna, Rufino coge una novela de “El Coyote” y la abre con estudiada languidez, recostado en su sillón de cuero granate con orejas y pañitos de encaje. Pero, viendo que su indumentaria (pantalón de pana y jersey de cremallera a lo sindicalista) no da el “look” de celebración que pretende, se dirige al armario, se cambia de ropa y se planta sobre la camisa blanca de las bodas, sus gemelos de oro, un sofisticado foulard de seda verde y la bata de terciopelo rojo con escudo bordado que guardaba para la fallida cena íntima á trois.

Rufino, que ya va por el cuarto chupito, pone en el pickup un viejo vinilo de baladas y valses y con la copa en la mano danza elegantemente por su pequeño salón, gira en círculos, imaginando que lleva en sus brazos a sus adoradas Helen y Federica…

Rufino es completamente feliz, pensando en el próximo y rotundo éxito de su discretísimo suicidio, cuyos detalles piensa preparar cuidadosamente para eliminar cualquier sospecha; pero que, sin duda, será el acontecimiento del año en el pueblo. Rufino cree que, tras su estudiada muerte, el pueblo le cambiará su referencia actual, “Rufino el Catalán” ‑como ya se ha dicho‑, por el de “Rufino el Inglés”. Y se sirve otro chupito, y luego otro y otro.

“Summertime”, “Las hojas verdes”, “Fly me to the Moon”… Louis Armstrong, Tony Bennett, Glenn Miller… se suceden llenando el pequeño salón con un aire sureño y sensual de saxos, trompetas y violines. Insensible a su propia vorágine de alcohol y música, Rufino sigue con sus rítmicos movimientos cada vez menos precisos, tambaleándose y tropezando con los muebles. Con los ojos entornados y absorto en un delirio amoroso, que si no es la felicidad se le parece mucho, Rufino, sin darse cuenta, está disfrutando intensamente de la vida que planea abandonar. Seguiría así indefinidamente.

CAPÍTULO SEXTO

Esta tarde, la televisión autonómica, después de un informe sobre las inundaciones que han afectado gravemente a diversos pueblos de la comarca, ha conectado con su corresponsal en Torreblanca de la Rivera que, delante del número 18 de la calle Sarmiento, donde se reunía un nutrido grupo de vecinos y sobre todo vecinas, ha notificado:

«Buenas tardes desde Torreblanca. Efectivamente y tal como avanzábamos a mediodía, los bomberos han forzado la puerta del tercer piso de esta vivienda donde han encontrado en el salón el cuerpo sin vida de un hombre identificado como Rufino Cifuentes, propietario y único morador de la vivienda. La alarma la dio, al echarlo en falta, Eladio Anchóriz, propietario del bar “Las cuatro puertas”, de donde el fallecido era cliente asiduo. Rufino, de sesenta y seis años de edad, era muy conocido y querido en esta localidad, donde hace unas semanas protagonizó la curiosa anécdota del Vichy Catalán. Todas las personas entrevistadas por esta corresponsal han manifestado su pesar por la pérdida de una persona tan respetuosa, tan íntegra y tan amante de la vida.

Aunque hasta el momento no se ha facilitado ningún detalle del triste suceso, sí ha trascendido que se trata de muerte natural o de un trágico accidente doméstico. Su único pariente conocido es su anciana prima Federica Torres Cifuentes, ingresada en la Residencia de Torreblanca y, al parecer, con sus facultades mentales muy mermadas desde hace años.

El hallazgo del cadáver, que ya ha sido trasladado al tanatorio de esta localidad, ha sido posible, como se ha dicho, gracias al aviso del dueño del bar, alarmado por la tardanza del fallecido en ir a tomar el desayuno como acostumbraba desde hacía más de veinte años. Se espera un próximo comunicado de las autoridades que aporte más detalles sobre este triste suceso».

jmferc43@gmail.com

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