Historias de flores

 Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.

Ramón Quesada nos mete en una maraña de vendedores callejeros. No es por casualidad, porque nunca ha ocultado su acusada deriva romántica, pero entre todo este laberinto de minoristas ambulantes se detiene en los expendedores de flores. Flores de todas clases, para todos los gustos, de todos los colores y para todos los usos. No le pasa desapercibida la florista, que destaca como la más bella entre todas ellas, «una jiennense de pelo negro intenso recogido en un moño con una cinta blanca en lazo». Lean, lean…

Por la calle deambulan vendedores de un sinfín de cosas. Puestos de hierbas aromáticas para aliñar las comidas, una florista con ramos de rosas y claveles, un gitano regordete con una mesita llena de barras de carmín para los labios femeninos y una gitana de casi cumplido embarazo metiéndole a la gente por los ojos «Tres cajas de cerillas por veinte duros». Una pareja sucia, tocando él una flauta y ella, con una cabellera pajiza desgreñada, pidiendo. Un joven enfermo al que se le va la vida a chorros; más allá, un artista venido a menos pintando en el suelo con tizas la cara de Cristo y en la entrada de la capilla, donde el Santísimo se encuentra de manifiesto, un hombre ‑en el escalón sentado‑ de descuidada barba, con una caja de cartón repleta de estampas de santos que regala a cambio de una limosna.

Los peatones no tienen prisa. Algunos ‑ellos y ellas‑ pasean por la calle vestidos de corto ‑hace calor‑, mirando escaparates y preguntando. Uno me detiene con un lenguaje que no entiendo, ni él el mío. Como no nos ponemos de acuerdo, se marcha con la música a otra parte, murmurando. Son gentes que pululan, que no compran nada: sólo ración de vista. Entro en el templo. En el recatado, confortable silencio que hace la paz de Dios, varias personas, con los labios, pronuncian oraciones. De pronto, una música que desequilibra el sistema nervioso, que llega de los grandes almacenes de enfrente, ahoga la reflexión y la plegaria. Cuando salgo de la capilla, allí está la florista que me mira y me sonríe ofreciéndome sus flores. Le compro una docena de claveles rojos para mi mujer y para Elisenda, esposa de maese Gumer que nos han acompañado. La florista es una de las mujeres más bellas del mundo. Una jiennense de pelo negro intenso, recogido en un moño con una cinta blanca en lazo. Hermosa mujer apetecible que, sin ella saberlo, roba la atención de las flores para dejarla caer en su rostro, en el busto de diosa griega y en todo su cuerpo de miss y de monumento. Viéndola, a mi memoria vienen unos versos de T. Rubio Carrasco.

Huele a flor de espino y pino,
mujer jaenera. Hueles a cantueso
y a sangre de amapola solanera.

Es el momento de la partida. Entre tanto, me dirijo en busca de mi cónyuge y de Elisenda, que me esperan junto a maese Gumer en la cafetería de la esquina. Voy pensando que las flores no tienen más que historias alegres y sublimes. Fueron nubes para Santa Teresita del Niño Jesús; la rosa florecida en las tumbas, en las bocas de los santos; las coronas de rosas que se arrojan al mar, el día de la Virgen del Carmen, en memoria de los pescadores que se tragaron las aguas; las guirnaldas de flores tropicales, que las delicadas mujeres de Hawai enredan al cuello de los visitantes; las bellas margaritas de San Juan de la Cruz; las flores a María en su mes de mayo…

Otras historias extrañas: el miedo pérfido de Cleopatra, pues, un día que deseaba el amor de Marco Antonio ‑para no perderle y amarle‑, le colocaba sobre la cabeza una corona de rosas, intentando que este se las bebiera después, dentro de una copa de vino ya perfumado; y que, al llevársela el romano a los labios con cautela, desconfiada, Cleopatra le detiene y le dice: «¡Ingenuo! Tú tomas precauciones, como si las ocasiones de matarte me faltaran, como si yo pudiese vivir sin ti…». Y arrebatándole de la mano la copa, se la hace beber a otro romano de su derecha, que muere seguidamente.

Las adormideras de Bengala, que llevan en sus tallos el fascinante jugo embustero, ejecutor de alucinaciones, de estupideces y de muertes; causa de la “guerra del opio” entre la Rubia Albión y el celeste Imperio. Y así, un sinfín de episodios dramáticos por los que ha pasado y seguirá pasando la humanidad.

De mis pensamientos, me saca el ruido del motor de automóvil, al arrancar. Conduce El¡senda, de la que ‑haciendo honor a la verdad‑ no tengo más remedio que decir que tiene un volante de primera, pese a no ser ya ninguna jovencita. A nadie, ni a su marido, deja conducir.

Ella, que no recuerda dónde, ha oído que todo lo que se monta no se debe confiar a ninguna persona. Sin embargo, ¡se montan tantas “cosas” en estos tiempos! Mi esposa viaja a su lado y yo en la parte trasera, con mi amigo. Después de un vacilante rodeo por las calles de la capital, porque nuestra conductora no conoce bien Jaén y no se deja aconsejar, salimos dejando atrás el nuevo y extraño complejo de La Salobreja, la glorieta final y, por fin, la carretera de Granada y Úbeda, girando primero a la izquierda. Al dar vista a Úbeda, aún sobre los modernos edificios se ven parte de las cúpulas de las torres, que van a desaparecer del todo, tan pronto la incesante construcción avance. Mirando esas torres y, entre ellas, la del Hospital de Santiago, que “descaradamente” desmerece al noble edificio, recuerdo esta vez a Alfredo Cazabán.

Las torres de Santiago
ya no son torres,
que son cuatro macetas
llenas de flores.

Las flores. ¡Siempre las flores en nuestras vidas!

(20-07-1995)

almagromanuel@gmail.com

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