“Barcos de papel” – Capítulo 15 c

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

3.- Sembrando de octavillas la ciudad.

Aquel año, el buen tiempo se presentó sin avisar, el aire parecía más limpio y renovado, y el cielo ostentaba un precioso color azul turquesa. La semana anterior, habíamos estado recorriendo los alrededores de la plaza del Pi y el Casco Antiguo. Me asombró conocer la sala Parés, el Ateneo Barcelonés, la casa donde vivió Ángel Guimerá (en el número cuatro de la calle de Petritxol), las viejas joyerías y las librerías antiguas. Terminamos tomando trufas con cava en una de las antiguas chocolaterías. Después de algunos días en los que no vale la pena entrar en detalles, porque en la vida real los hechos interesantes no son tan frecuentes como en la literatura, el domingo por la mañana me levanté temprano, estuve estudiando en mi cuarto hasta las doce y, luego, marqué el número de Roser para preguntarle si quería que fuéramos a dar un paseo y a tomar alguna cosa a una terraza de las Ramblas. Encendí un cigarrillo y al otro lado del hilo escuché la voz de su padre.

—¿Dígame?

—Perdone, señor, soy Alberto, un compañero de Roser. ¿Podría hablar con ella?

—Un momento.

—Hola.

—Hola Roser. Llevo estudiando desde las siete de la mañana, estoy cansado y me gustaría dar un paseo. ¿Te animas?

—¿Quedamos donde siempre?

—De acuerdo. En media hora estoy allí.

Me encontraba contento y descansado; guardé los libros y me puse un polo Lacoste ‑amarillo limón‑, unos vaqueros Levis y unos mocasines, de los que se llevaban sin calcetines. Así vestían los amigos de Roser. Sólo me faltaban las Ray Ban, para completar el equipo. Hacía una mañana muy agradable y no estaba dispuesto a quedarme en la pensión.

Roser siempre me esperaba bajo del reloj de la Universidad. Allí estaba, puntual como siempre. Le pregunté cómo se encontraba y si tenía noticias de Jordi. Noté una sombra de preocupación en sus ojos y luego, con mucha suavidad, sin un ademán de violencia en sus palabras, me dijo que llevaba algún tiempo sin hablar con Granados y que no sabía cómo sobreponerse a su falta de valor. Y añadió:

—Por favor, hablemos de otra cosa. No puedo soportar tanto suplicio.

—Perdona, Roser; como tú quieras.

Cada época de la vida tiene su tema de conversación predilecto; en los bancos del parque, los viejos siempre hablan de lo mismo: de la mili, del sargento Ballesteros y de aquella muchacha con la que bailaban en la verbena de san Juan, cuando los mandaron formar delante de los camiones para ir al frente. Los viejos hablan del pasado y los jóvenes del futuro. Es una ley universal.

Por la calle Pelayo llegamos a las Ramblas y nos sentamos en la terraza del Moka. Ella siempre pedía un Martini rojo con hielo y limón, y yo una Woll‑Damm. Sabía, porque ella me lo había dicho, que algunos días acompañaba a los padres de Biosca a la Modelo y que hablaba con el muchacho; pero, si ella no mencionaba aquel asunto, yo tampoco me atrevía a sacar la conversación. Es más, procuraba hablar de cualquier otra cosa, de libros, de exámenes o de futuro. A esa edad, todas las conversaciones nos parecían importantes; pero hablar del futuro era más estimulante, porque nos trasladaba a un mundo de película, a un mundo fantástico e ideal.

También hablábamos de integridad, de esfuerzo, de valores humanos y de cine. A mí me había impresionado El Manantial, de Gary Cooper y Patricia Neal. Aquella historia compendiaba mis sueños y mi vida. Comentaba con Roser la lucha terrible del protagonista en defensa de su honradez, a costa de renunciar al amor de su vida; un amor como son los amores en el cine: crueles, ardientes, turbulentos. Noté que no seguía la conversación como otras veces; que estaba distraída ‑como ausente‑. Hay ocasiones en que las palabras se niegan a salir, los silencios se convierten en clamor y la prudencia resulta insoportable. Tardé en reaccionar, pero creí que era el momento de brindarle mi ayuda y preguntarle qué le preocupaba.

—Sabes que puedes hablarme con absoluta sinceridad.

Se giró el tiempo, el sol se ocultó, empezó a soplar ese vientecillo desapacible que en primavera suele anunciar la llegada de una tormenta y pasamos al interior de la cafetería. El vaho de la cafetera y el aroma del café inundaban el ambiente. Encendí un cigarrillo y pedí otra cerveza. Junto a nosotros, unos señores muy trajeados se fumaban unos magníficos puros y paladeaban dos copas de coñac. Más calmada, aunque tapándose la boca con la mano, empezó a hablar en voz muy baja.

—Un día u otro tenía que pasar —dijo con gesto preocupado—. A mí la política no me apasiona; lo hacía por él. Sabía que nos jugábamos la cárcel; le dije muchas veces que acabaríamos mal, y ya lo ves. ¡Hay que estar loco! Precisamente ahora hace tres años que nos conocimos, en la fiesta de primavera de la Universidad; bailamos toda la noche y después me acompañó a casa.

Roser tenía pinta de ser una chica de familia bien; una de esas chicas que se dedican a estudiar y nunca se meten en nada. Por eso, me parecía más sorprendente su relato; me parecía imposible que hubiera sido capaz de hacer lo que contaba.

—Desde entonces, Jordi y yo pasamos juntos mucho tiempo, preparando panfletos y arrojándolos por la ventanilla del 2CV, en los polígonos industriales del cinturón de Barcelona. A eso le llamábamos hacer la siembra. ¡Cuántas noches en blanco y cuánto miedo! Con las primeras luces, para que no nos vieran ni las estrellas, lanzábamos las octavillas cuando no había ni un alma por la calle.

No quería interrumpirla, pero observé que los dos hombres que estaban en la barra nos miraban con disimulo.

—No puedes imaginarte cuánto miedo pasaba. Una noche, que estábamos agazapados en un aparcamiento, a la espera de las primeras luces, vimos unos bultos sospechosos que salían detrás de unos camiones; pensé que sería una patrulla de la Guardia Civil y me eché a temblar; en aquel descampado podían matarnos como a perros, sin que nadie pudiera ayudarnos. Salimos a la velocidad que el coche permitía y no paramos hasta que los perdimos de vista. Yo tenía el corazón como una locomotora.

roan82@gmail.com

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