Por Mariano Valcárcel González.
Una mancha de tinta caída en la hoja de papel se parece a un pensamiento descontrolado que, sin que se pueda evitar, surge de improviso y cae a destiempo y sin el menor respeto por la blanca hoja a la que alcanza, ni a las otras marcas que ya tenga, esas letras, esas frases concluidas, esos números que llevan el cálculo tal vez penoso, o esos trazos que trataron de concretar una idea, un diseño.
Sí, las manchas de tinta de antaño suponían un auténtico descalabro de la paciente labor que se tenía que realizar y tal vez terminar pulcra y perentoriamente. El que sufría tal, ya se podía andar en diligencia y tratar de enmendar la plana, o sea, eliminar en lo posible el borrón habido, porque si no aquello de borrón y cuenta nueva se hacía realidad. No se podía, no se debía, presentar una plana con borrones.