“Barcos de papel” – Capítulo 10 d

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

5. Déjame que te quiera.

La habitación estaba en silencio absoluto. Sólo la música seguía sonando melancólica y triste. Me echó sobre la cama, se arrodilló encima de mí, mordisqueó mis labios, levantó los brazos, se quitó el sujetador, lo tiró al suelo, tomó mis manos, las besó y acarició con ellas sus pechos debajo de la blusa. Notaba cómo se estremecía y escuchaba su respiración ardiente y agitada. Pienso que mi falta de experiencia la encendía cada vez más.

—Tienes las manos frías —dijo a mi oído—.

Intenté desnudarla y seguir hasta el final; pero cesó la música, recuperó la sensatez y se echó a reír a carcajadas.

—¿Qué haces? ¿Quieres dejarme embarazada?

La pregunta y sus risas me pusieron en fuera de juego; perdí la inspiración y sólo se me ocurrió decir.

—No exageres. Que yo sepa, nadie se ha quedado encinta por unas caricias.

Se levantó de la cama y recogió el sujetador.

—Sí, pero una cosa lleva a la otra —decía, mientras se abrochaba la camisa—. ¡Ya me parecía a mí que debajo de esa capa de santidad se escondía un elemento peligroso! Mira la mosquita muerta. Sólo nos faltaría eso. ¡Un niño!

Y volvió a reír a carcajadas.

—Por favor, Olga, no te tomes estas cosas a broma.

Llevábamos allí casi una hora, pero me habría gustado que aquel momento hubiera sido eterno. En un intento de retenerla, le dije jugándomelo todo.

—¿Tú me quieres? Olga, dime que me quieres, que alguna vez piensas en mí. Yo te quiero como jamás podré querer a nadie.

—No digas eso, Berto. Ya es muy tarde y mañana tienes que madrugar. Por favor, déjame.

—Permíteme quedarme un poco más. Olga, yo te quiero.

—¡Ay, Señor! Berto, no me digas eso: por Dios.

—Estoy loco por ti. ¡Te quiero! ¡Te quiero! ¿Quieres que te lo diga de rodillas?

—Berto, tú no me quieres. ¿De acuerdo? La culpa es mía que soy una veleta caprichosa y estoy perdiendo el control.

—¿Crees que no sé lo que te digo? Me había propuesto no fijarme en ninguna chica hasta que no terminara la carrera. Me había dicho muchas veces que no perdería la cabeza por ninguna, que no haría nada de lo que pudiera arrepentirme, pero estoy completamente loco por ti.

—Yo debería ser la que se arrodillase. Tú tienes que estudiar y yo no quiero hacerte daño. Tienes un gran futuro. Y ahora vete a tu cuarto, por favor.

—No me hagas esto. Yo nunca te dejaré, nunca me alejaré de ti.

—Pero si apenas me conoces.

—¿Crees que si te conociera más, no te querría? No digas eso. Olvida a Santamaría y déjame que te quiera. Tú mereces que te quiera alguien como yo. Yo, que daría la vida por ti.

La besé con locura.

—Eres guapísima. Guapísima. ¡Olga, no me dejes!

—¿Sabes qué hora es? Perdona, Berto, tienes que irte. ¡Hasta mañana! ¡Que tengas mucha suerte en el examen! ¿Vale?

Quise decirle algo, pero me miró con una expresión conmovedora. Le bailaban las lágrimas en las pestañas. También quise besarla y sorberle las lágrimas.

—No, por favor. Te tienes que marchar.

Cuando salí de la habitación, sentí ese pinchazo agudo que se nos clava en los ojos y nos hace llorar. Se oyó un ruido en la escalera; pensaría que alguien llegaba y me dijo adiós con la mano. Fui a mi habitación, abrí la ventana y me eché vestido sobre la cama. Así estuve un buen rato. No se me iba de la cabeza el detalle de la cena en el hotel Princesa Sofía. Recurrí a la lectura como hacía siempre para intentar dormir, pero no conseguía terminar la página ni centrar la atención. Durante unos minutos, escuché sus pisadas con claridad. La imaginaba ordenando la habitación y colocando a Snoopy y Charly Brown junto a su almohada, para dormir abrazada a los dos. Durante mucho rato, oía la desgarrada queja del disco que le acababa de regalar: Love me please, love me. Por si fuera poco, me asaltó un nuevo pensamiento: no podía ser bueno que Olga apenas durmiera por la noche. Encendí un cigarrillo y estuve un rato en la ventana, oyendo aquella música, que me inundaba de una tristeza tan honda como nunca había sentido. Olga era el amor de mi vida, mi primer amor. No podía olvidar su risa, sus ojos, su cuerpo, su voz. Cesó la música, imaginé que ya se había acostado, pero no podía dormir. Presentía que nos esperaba una vida triste y atormentada. Ahora empezaba a comprender la razón de las pastillas mezcladas con gin-tónic. Jamás podré olvidar aquella noche. ¡Hubiera dado la vida por conocer sus pensamientos!

 

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