Por Dionisio Rodríguez Mejías.
3. Olga y el doctor Santamaría.
Aceleré el paso y el Mercedes me pasó tan cerca que tuve que pegarme a la pared para que no me salpicara con los charcos de la calle. Era el mismo hombre que salió de la cafetería la mañana que la acompañé en el tranvía. No me había olvidado de él; era moreno, enjuto y maduro; lucía una ostentosa calva y unas greñas de ligón de discoteca que le caían sobre el cuello de la camisa. Apreté el paso y, en la escalera, alcancé a Olga. Al oír mis pasos, se giró y me saludó muy sonriente.
—Hola Alberto. ¿He vuelto a desvelarte? Si alguna noche te molesto, dímelo; yo, antes de dormir, necesito oír música; me relaja mucho, aunque me parece que a ti no te ocurre igual. ¿Verdad?