Por Dionisio Rodríguez Mejías.
1. ¡Una fortuna!
Fue una noche de finales de noviembre. Eran más de las diez y regresaba a la pensión después de asistir a clase. Hacía un tiempo de perros: soplaba un viento frío y lloviznaba con esa inclemencia, áspera y desabrida, que tiene la llegada del mal tiempo a finales de otoño. Llevaba puesto mi impermeable azul marino que hacía las funciones de gabardina y abrigo largo. Pensaba que tenía encima los exámenes de Navidad y no podía fallar en la primera prueba universitaria a la que me enfrentaba.
En realidad, estaba bastante preocupado porque, a medida que se acercaban las fiestas, se acumulaba el trabajo en Relieves Fabregat. No dábamos abasto. A cada momento llamaban reclamando pedidos atrasados, sobre todo de material publicitario: agendas, calendarios de bolsillo, cartas, sobres para felicitar el Año Nuevo y almanaques con señoras medio desnudas, de esas que nunca faltaban en los talleres mecánicos ni en las cabinas de los camioneros. En mi categoría de último mono de la empresa, iba de cabeza. No sólo hacía los paquetes y acompañaba a Jaume en el reparto, sino que clasificaba los pedidos, ordenaba la mercancía, visaba y archivaba los albaranes, y barría el taller a media mañana y por la tarde. No me parecía mal, sino al contrario; me lo tomaba como una muestra de confianza por parte de la empresa y, en cierto modo, como una promoción profesional.
Aquella mañana, habíamos hecho el reparto en la Verneda. Recuerdo que, en una de las naves industriales, celebraban el cumpleaños del encargado y nos invitaron a tomar unas rodajas de chorizo con un vaso de vino peleón. Los trabajadores tenían muchas ganas de jolgorio y pocas de trabajar, pero tuvieron el detalle de ayudarnos a colocar los paquetes en el almacén. Cantamos el cumpleaños feliz, llenamos los vasos de vino y uno de ellos entonó el villancico de los peces: «Beben y beben y vuelven a beber…». Luego seguimos con el reparto, durante todo el día. Terminamos poco antes de las cuatro de la tarde y, a eso de las cinco, llegamos a la empresa. Entregué los albaranes en la oficina, y tenía la intención de pasar la escoba para marcharme rápidamente a la Facultad, cuando el jefe de taller me dijo que el señor Fabregat quería hablar conmigo.
Ya me había perdido la clase de Historia del Derecho y no llegaría a tiempo de asistir a la siguiente, pero no tenía más remedio que subir al despacho del jefe. Me preocupaba el retraso, pero iba muy confiado porque, a mí, aquel señor me caía bien, y esos sentimientos suelen ser recíprocos con todo el mundo, menos con las mujeres. Con ellas ocurre lo contrario: la que a ti te gusta se pirra por otro con más dinero que tú.
Me invitó a sentarme, me dijo que estaba muy contento conmigo y que, a primeros de año, pensaba hacerme fijo en la plantilla. Le di las gracias y, a continuación, me pidió un favor al que no tuve el valor de negarme. Me dijo que sería muy conveniente, para la empresa, que hasta el día veintitrés de diciembre alargáramos el reparto dos o tres horas para evitar demoras y cumplir con la fecha de las entregas. Yo no sabía qué decir, pero sacó un papel, sin esperar mi respuesta, y me hizo unos números: entre el sueldo, la paga extra y las horas extraordinarias, en diciembre cobraría casi diez mil pesetas. ¡Una fortuna!
No fui capaz de decirle que no. No lo hacía por el dinero, sino porque nunca he sabido decir que no. Prefiero echar una mentirilla o adquirir un compromiso, por difícil que sea, antes que buscar excusas o poner inconvenientes. Le contesté que tenía exámenes en esas fechas, pero le aseguré que cumpliríamos con las entregas.
—No me cabe duda de que así será —dijo puesto en pie, mientras me daba las gracias y estrechaba mi mano—.
Cuando salí del despacho, no sabía si saltar de alegría por el dinero que iba a ganar o llorar rabia por poner en peligro el resultado de los exámenes. Pensé que, si dejaba las clases particulares y empezábamos el reparto una hora antes, podría asistir, al menos, a una o dos clases al final de la tarde. Decía que en eso iba pensando, cuando, poco antes de llegar a la pensión, vi delante de la puerta el Mercedes azul marino al que se subió Olga, el mismo día que tuve la entrevista con el señor Vidal Bros. Me fui acercando con sigilo, con la intención de observarlos, sin que ellos me vieran a mí y, cuando estuve a pocos metros, me detuve. Le vi abrir la puerta del automóvil y acompañarla hasta la entrada; luego, le dio un beso, volvió al coche y le dijo, mientras cerraba la puertecilla:
—Hasta mañana, tesoro.
—Hasta mañana, Luis —contestó ella desde la entrada—.