No era “nada importante” y…

Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.

Ramón Quesada nos lleva en este artículo ante la figura de un gran hombre pleno de sencillez y humildad: Antonio García Hidalgo. Forma parte de la historia, no muy reciente, de la ciudad, ya que actualmente podría contar con 118 años, por lo que difícilmente puedan recordarlo quienes no hayan cumplido el medio siglo. A pesar de ser contemporáneo mío, desconocía algunas anécdotas que nos cuenta Ramón de él, francamente graciosas y hasta tragicómicas.

El domingo 16 de abril se cumplieron nueve años de la muerte de uno de esos hombres que, por su sencillez, “por no ser nada importante” y “por carecer de biografía” específica, dejaron memoria en Úbeda: Antonio García Hidalgo, conocido “en todo el mundo” con los nombres de “El Sacristán” y “María Santísima”.

Si he de citar una fecha más o menos concreta en la que deba reconocer cuándo y cómo le reconocí, apostaría por un mes de mayo de hace muchísimos años cuando, por la tarde, mi profesor nos llevaba en fila de a dos a conmemorar el mes de María, o de las flores, a la iglesia de Santa María. Iglesia muy principal de Úbeda en la que, al lado derecho del altar mayor, se encontraba radiante de belleza la Virgen de Guadalupe, recién traída de su ermita del Gavellar y cubierta casi toda con hermosísimas flores naturales donadas por los fieles y colocadas con gusto y benedictina paciencia por Antonio, “El Sacristán”, que para estas cosas era todo un portento de hombre de gran delicadeza y de maneras “como de ángel”.

Antonio, nacido cuatro años antes de acabar el pasado siglo, fue acólito y auxiliar de clero. No tuvo otra profesión ni lo intentó, pues para ser feliz sólo le bastaba con atender las necesidades de su parroquia, en la que estaban su Dios y su pan. Fue casado y padre de familia numerosa, que sacó adelante con toda la dignidad del hombre de sanos principios. En 1916 ingresó como sacristán en la iglesia citada, de la que por entonces era párroco don Emilio Bailén Muñoz.

Hijo de labradores “cargados” de hijos, fue de condición humilde y vocacionalmente enamorado de su profesión, que sólo abandonó al faltarle la vista unos años antes de su muerte. Amable y siempre con la sonrisa a flor de labios; servicial, honrado y atento, fue toda una institución en su oficio.

Su andar menudo y porte gallardo, solícito, hicieron su figura inconfundible. Como cualquier trabajador, tuvo momentos de felicidad y ocasiones de tristeza.

Ayudó en las misas, en las novenas, en los entierros, en los bautizos y participó con el sacerdote en el sacramento del Viático o Extremaunción a los enfermos con peligro de muerte.

En 1966, con motivo de cumplirse su cincuenta aniversario al servicio del clero, celebró sus bodas de oro con un acto sencillo, al que se sumaron sacerdotes, amigos y paisanos. Tocando este tema, he de reconocer que he perdido mucho tiempo investigando, sin suerte, en la prensa local, algún dato sobre esta celebración. Por entonces, las páginas de la revista Úbeda, la única que me parece que se editaba, sólo nos daba noticias del fallecimiento del poeta Juan de Dios Peñas Bellón, de la carrera ascendente de “Carnicerito de Úbeda”, de la visita al Ayuntamiento de Franco, de las bodas de plata de Diario Jaén, de la nueva casa de Correos y Telégrafos, de la concesión de la Cruz de la Orden de Cisneros al alcalde… y de algunos “ecos” de sociedad; pero de Antonio, “El Sacristán”, nada.

Cuando el oficio de sacristán estaba prácticamente extinguido, a Antonio, inválido de la vista y piernas, impedido por los años, sólo le quedaba el recuerdo de aquellos años vividos en la parroquia de Santa María, felices para él, vividos al lado de velas y cirios. Su amor a la Madre, a la Virgen de Guadalupe, le hacía constantemente exclamar «iMaría Santísima!», hermosa y breve oración que le quedaría como apodo.

Lleno de anécdotas, la que más le agradaba recordar era la ocurrida a un buen amigo. «Yo tenía un compañero ‑decía‑ que era muy conocido por sus versos y chistes. Era campanero de San Pedro y zapatero remendón por oficio; le llamaban “Tirilla”. Una mañana, al pasar por la puerta de un taller de modistillas, estas, irrespetuosas, se burlaron de él y le pidieron que les recitara una poesía. Aceptó el zapatero, quien contestó así:

Hoy es la conversión de San Pablo
y mañana Santa Elvira,
y de ver tanta “zorra” junta
se me figura mentira».

Aquello fue el final de las burlas y nunca jamás, las imprudentes modistas volvieron a faltar el respeto al compañero “Tirilla”.

Antonio, “El Sacristán”, fue feliz con su suerte, con sus años y con sus motes. Don Diego García Hidalgo, párroco de la colegial de Santa María que, no obstante llevar los mismos apellidos, no emparentaban en nada, me contó de él que, pese a sus maneras de «cristiano manso de corazón y sosegada criatura», en cierta ocasión, cuando debajo del trono de Jesús Nazareno descubrió a unos individuos que pretendían pernoctar en la iglesia, para saquear por la noche, se mostró como un ser fuera de su habitual talante y la emprendió a golpes con los delincuentes, al ser provocados groseramente su honor y su familia.

Cuando huyeron los cacos, Antonio tenía entre sus dedos algunos mechones de cabellos, y no precisamente los suyos.

La memoria, como sus piernas y vista, también le faltó. Por lo que, viudo e impedido, fue recogido por una hija que, paradójicamente vive, si no ha cambiado de domicilio, en la calle Sacristán de Úbeda, en la que murió el auxiliar del clero.

(01‑06‑1989)

 

almagromanuel@gmail.com

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