“Barcos de papel” – Capítulo 07 f

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

6.- “Gin-tonics” mezclados con pastillas.

De vez en cuando, soplaba una agradable brisa que subía del mar. Me olvidé de mis problemas, y me sentí protagonista de un sueño maravilloso.

—¿Tomamos algo, antes de volver a la pensión?

—Yo no tengo sed.

Me miró con escepticismo y se echó a reír.

—De verdad; no tengo sed —insistí—.

—Vamos, tonto, que ahora invito yo.

—No puedo aceptar que me invites.

—¿Cómo que no puedes? Lo que no puedes es despreciar mi invitación.

Sabía de sobra que era inútil discutir con ella y me dejé llevar. Llegamos a una pequeña boîte, al principio de la Avenida de Roma, con un letrero luminoso en la puerta de color verde intenso: Varadero. Bajamos por una escalera, con los peldaños tapizados de moqueta de color gris oscuro, hasta una pequeña pista de baile en semioscuridad, rodeada de butacas y mesitas bajas. Nos acomodaron en una, algo apartada de la pista. El techo estaba pintado de color negro, con unas bombillitas como estrellas, que desprendían una suave luz de color azul, a través de la nube de humo que inundaba la sala. “El Colilla” lo habría calificado como un ambiente romántico y evocador. En la pista de baile, no había nadie, y las parejas se besuqueaban, sin reparar en el resto de clientes. Pedí una cerveza; pero, al instante, Olga me corrigió. Aquella chica era increíble.

—Dos gin-tonics, por favor.

—¿Qué pasa, que mi opinión no cuenta?

—Necesito reaccionar. No me encuentro muy bien.

Volvió el camarero y dejó las bebidas sobre la mesa. Ella sacó del bolso una cajita, puso dos comprimidos en la mano, cerró los ojos y se los tomó con el gin-tonic.

—¿Qué haces? ¿Pastillas con alcohol? Eso no puede ser bueno.

—Estoy acostumbrada. En Bocaccio las toma todo el mundo. Son de Optalidón y se venden sin receta.

—¿Tú vas a Bocaccio?

—A veces, cuando me invitan.

Me puso el dedo en la boca para que no hablara y me dijo con enorme cariño.

—Eres demasiado bueno. Demasiado educado. Te tienes que soltar.

Volvió a besarme lentamente, emitiendo un jadeo, leve y silencioso, como un gemido. Yo no sabía de qué se trataba, aunque notaba que le ardían los labios. Me atreví a ponerle la mano en la rodilla, noté que le gustaba y seguí acariciando la parte interior de sus muslos. No resultó difícil, porque llevaba una falda muy corta. Olga se fue animando poco a poco: charlaba, bebía, fumaba y empezó a reírse de forma provocativa; parecía encantada con aquellos juegos y yo empezaba a caminar por un mundo desconocido. Noté que algunas parejas nos miraban; aparté mi mano con delicadeza, encendí un cigarrillo e intenté buscar un tema de conversación, aunque no estuve muy afortunado. La gente bebía y fumaba sin parar. Sonó una canción que estaba muy de moda: Imagine de John Lennon y, a continuación, Puente sobre aguas turbulentas de Simon y Garfunkel.

—¿Sabes que esta canción es una de las más hermosas que se han escrito, sobre el amor y la amistad?

—¿Bailamos?

—¿Aquí?

—¿Por qué no? ¿Te da vergüenza?

—Es que bailo muy mal.

—Tú déjate llevar.

Me cogió de la mano, salimos a la pista, cerró los ojos, me rodeó con sus brazos y bajó la cabeza sin apenas moverse. Sólo se oía la música. El roce con su cuerpo me producía un bienestar indescriptible. Notaba en su respiración un sentimiento que no había percibido en nadie más. Tenía la sensación de que todos los ojos la miraban: era elegante y rubia como una valquiria. Cesó la música, volvimos a la mesa y nos sentamos muy juntos, mirándonos a los ojos, embelesados. En pleno éxtasis sentimental, le dije que era la muchacha más hermosa que había conocido y le juré que haría lo imposible por encontrar un buen trabajo, que me mataría a estudiar y que, por ella, sería capaz de acabar los cinco cursos de carrera en dos años. Me miró de aquella manera maravillosa, como ella miraba, y me dijo al oído.

—Gracias.

Llegamos a la pensión, después de las doce. No habíamos cenado, pero mi estómago se había acostumbrado a pasar del almuerzo al desayuno con el maíz tostado, que nos daban en los pubs para acompañar a los cubatas, y a los gin-tonics. Antes de despedirnos, me pareció que Olga estaba un poco mareada. Le pregunté si se encontraba bien, y me dijo que se sentía cansada, pero que no tenía más importancia.

El calor era asfixiante. Me dio las buenas noches y, antes de subir a su habitación, se volvió en mitad de la escalera y me preguntó.

—¿Eso que dijiste antes era verdad? ¿Me encuentras hermosa? ¿Cuando estudies pensarás en mí?

—Te lo juro —dije, poniendo el alma en mis palabras—.

—Gracias. He pasado una tarde deliciosa. Hasta mañana.

Me costó dormir. Tenía pensado regalarle el disco de Michel Polnareff, que había comprado para ella en la Avenida de la Luz, pero no me vi con fuerzas para hacerlo. Me puse a repasar cada detalle de aquella tarde, desde los besos en el cine hasta las pastillas que tomaba mezcladas con los gin-tonics y su mareo a consecuencia del alcohol. Al menos, a eso creí yo que se debía. Sentí cierta inquietud.

No me parecía bien que una chica tan joven llevara una vida tan libertina. Intentaba pensar en otra cosa, pero no podía quitarme a Olga de la cabeza. Lo mismo que se comporta conmigo debe de actuar con todo el mundo ‑pensaba para mis adentros‑. Los que hayan sentido alguna vez la mordedura de los celos saben de sobras lo que quiero decir: el desasosiego y la inquietud te paran el corazón; y la sangre se te hiela en las venas. Así estaba yo: muerto de miedo por una parte y, por otra, encendido de pasión. No me podía parecer normal la conducta de una chica como ella, ni podía olvidar la sentencia que tantas veces nos repetían en el colegio: «No salgáis nunca con alguien que tenga más problemas que vosotros».

 

roan82@gmail.com

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