Ébola

Por Mariano Valcárcel González.

A la hora de redactar este escrito no sé cual será el desenlace del drama, pero va siendo ya ocasión de analizarlo.

El drama es el del virus denominado ébola.

Un virus recurrente en África, que surgió hace años desde el interior oscuro y temible de las selvas del centro continental, supuestamente habiendo tenido su desarrollo en las familias de monos allí comunes, o murciélagos, pero que en algún momento, como el del sida, como esa gripe A, como el llamado mal de las vacas locas, se da la posibilidad real del salto de especies y, en concreto, a la humana.

De todos es sabido que es un virus con unas características que lo hacen temible: no se tiene remedio ni medicación específica contra el mismo (todo lo más, ciertos productos experimentales en fase incipiente), es tremendamente letal y no importa el sector de población al que afecte, porque todos están expuestos a sus consecuencias, y su contagio es relativamente fácil en cuanto se producen contactos o se manipulan residuos contaminados. He expuesto que de todos es sabido lo anterior. Y quienes más lo deberían saber son los responsables de la salud de cualquier país, afectado ya o no.

Sabido pues todo esto, lo consecuente es estar prevenidos por si se presenta la ocasión de actuar, sea por prevención ante posibles entradas de enfermos, sea porque ya los tengan dentro.

En nuestro país ‑esta España cada vez más surrealista‑, el Gobierno tuvo a bien montarse el número de benefactor (y de supuestos réditos políticos ante su parroquia más ferviente) de los dos misioneros que, allá en su altruista labor africana, tuvieron la mala fortuna de ser infectados. Quedaban bien nuestras autoridades con los suyos y, ante el mundo, supuestamente demostraban la alta capacidad que se tenía en lo tocante a este problema sanitario tan peliagudo (magníficos traslados, parafernalia de ambulancias, escoltas, tecnología adecuada y local hospitalario, específicamente habilitado para los dos casos que se repatriaron). Un éxito de función y de público.

Y pensarían, nuestros maravillosos gobernantes, «Muerto el perro se acabó la rabia», porque desgraciadamente inevitable (y previsible) se produjeron las muertes de los dos sacerdotes y ahí se acababa todo. Se había cumplido con los objetivos previstos. Siento ser aparentemente duro, pero es que la secuencia de los hechos ha ido demostrando cuánto de inepcia y de desconocimiento de la realidad se tenía. Cuánto de fachada. Cuánta improvisación.

El protocolo… El maldito protocolo de actuación del diferente personal (principalmente médico y sanitario) que debería haberse sabido y tenido muy en cuenta. Tan en cuenta, que hubiese resultado totalmente necesario el seguirlo a rajatabla. Por lo escrito al principio, el ébola es una bomba con la espoleta cargada y su manipulación y control debe ser de una exquisitez y cuidado extraordinarios. No vale la simpleza dicha, del tema terminado, en cuanto los casos murieron. Ni protocolo ni vainas; es que es de sentido común (que debiera ser el más común de los sentidos) que el peligro prosigue en todo el personal que trató a esos dos desgraciados. Que, mientras no se tenga la absoluta seguridad de que la cadena de contagios no prosiguió entre el entorno del hospital, no se puede, con este enemigo, cantar victoria. Cuarentena y observación y controles directos de todo el personal que ahí estuvo implicado. Porque, como por desgracia se ha demostrado, un fallo humano es posible; y, también, porque tal vez los medios asépticos empleados no fueran todo lo eficaces o adecuados como se decía.

Pues no se contemplaron tales eventualidades y de ahí el actual problema. Que lo que podía suceder (no lo que se negaba sucediese) sucedió. La realidad es muchas veces muy terca y nos tuerce el brazo de nuestros deseos. Acepto que la sanitaria infectada (que trató a los sacerdotes) pudo ser negligente. Creo que sí lo fue en algunos de los pasos que dio, tras salir del servicio hospitalario. Pero las autoridades sanitarias lo fueron en mayor grado.

Primero, por dejarla marchar de supuestas vacaciones (se quedase o no en el área madrileña), con la única advertencia de que controlase si tenía manifestaciones de fiebre (y no advertirle que, de pasar eso, acudiese de inmediato al hospital donde trabajó). Segundo, porque una vez, ¡por fin!, que la infectada manifestó la posibilidad de haberlo sido y advertidos los mandos por los de la ambulancia (normal y sin medidas especiales), estos se hacen los suecos, deciden que sea trasladada en ese vehículo normal y a un hospital también normal, sin medios específicos para atajar la propagación posible del virus. Sabían ya que no era una enferma normal que acude a urgencias con unos síntomas que pueden ser de cualquier cosa. Y allí la tienen, sin acudir de inmediato con esa parafernalia que habían exhibido para los curas. Y, cuando ya los síntomas son más que evidentes, pasadas bastantes horas, deciden intervenir… ¿Cuántas personas no podrían haberse contagiado por esta cadena de sin sentidos que se produjo?, ¿por tan descomunal negligencia…?

Nos llevamos la medalla del descrédito y de la ineptitud internacional. La comparación con lo sucedido en USA puede que no nos sirva. Pero acá no mueve nadie ni una ceja (perdón por mencionarla) y, salvo la escandalera del pobre perro sacrificado, nada más se mueve. Y un sillón de ministra o consejero, menos todavía. Total, que está todo controlado.

 

marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

Deja una respuesta