Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.
Ramón Quesada, siempre ávido de información para sus colaboraciones literarias del rotativo provincial, solo tiene que dar un paseo por su Úbeda natal, a la que adora, para encontrar abundante materia que llevar al papel. Y cuándo mejor que en época de días largos y luminosos, como los del mes de agosto, con las vacaciones estivales por medio, que le permiten realizar un minucioso análisis crítico para ensalzar las bondades de personas y cosas que le rodean.
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Pareciéndome a Zadig o a Balbuc, personajes creados por la mente de Voltaire para sus Cuentos filosóficos, en este pasado agosto de ocio, y como aquellos por Babilonia y Persépolis, he andado otra vez las calles y rincones de mi predilecta tierra ubetense en busca de “algo” desconocido o nuevo entre la sobriedad encantada de sus monumentos y la historia cada día más vieja de sus gentes inmortales. Y, al contrario que en la cuentística volteriana, donde los intérpretes no son ni más ni menos que el mismísimo Voltaire disfrazado, yo he recogido lo mejor, lo regular y lo peor de Úbeda, sin otro embozo que mis gafas de sol; pues como en todos los pueblos ocurre, del mío también hay mucho que decir y hacer.
Úbeda está toda aquí. Pero Úbeda cada día se estira por este lado y por el otro, apoderándose de tierras y de olivares para un crecimiento del que sólo es culpable su propia necesidad urbanística. Ya apenas quedan casas antiguas de las que se encalaban con caña y escoba mientras el “blanqueador” cantaba, salpicando de cal las macetas de geranios del balcón del vecino. Úbeda ya es “otra cosa” y su rápido modernismo está restando “visión de piedras” en su arquitectura de antaño, soñada ahora patrimonio de la humanidad. Hay autobuses urbanos coloreados de textos llamativos que anuncian comercios “únicos”, con paradas a la vera de monumentos renacentistas que pudieran verse “ofendidos” al irisar en sus piedras los reflejos coloristas de esta publicidad. Y edificios que se han levantado nuevos o se han restaurado con la parte posterior encalada, como ocurre lamentablemente con el de la Tercia, adosado a la misma muralla y su torreón octogonal. 0…
Siguiendo mi ruta callejera, con el mayor agrado, he vuelto a saludar al versado cronista oficial, don Juan de la Torre Ruiz; prócer hombre, erudito de la mejor raza que, con su decir pausado, reverente y penetrante, me habló de esto y de aquello, ensimismando mi atención. Por las calles pinas descendí hasta los alfares de Paco y Juan “Tito”, quienes, siguiendo la tradición árabe, uno decoraba un plato y otro cocía al horno diversidad de atractivas formas de barro. Hablé con Marcelo Góngora, pintor de un arte todo suyo, que prepara su exposición en Madrid. Abracé a fray Antonio, carmelita que en la misma primavera se irá para tierras extremeñas de conquistadores, dejando estos cerros que tanto le quieren. Me encontré también con Manolo López Bajoz, miniaturista que, para su “catedral”, lleva ya colocadas 16 000 tejas tan pequeñas como la uña del dedo meñique. Y con el columnista de Jaén, S. González Manzano, que pisaba el escalón del club de sus holganzas. He sabido de los escollos por los que atraviesa el conjunto teatral Tirsos y Caretas, y de los del Rincón Poético Juan de Yepes, pendientes de casi un mal vaivén para que su verticalidad se pierda. La Archicofradía de la Virgen de Guadalupe ha renovado su directiva, pero sin haber recibido aún la patrona de Úbeda, ni un solo acto de amor de este año mariano que se va. Me he topado, como ocurre siempre, con los desmemoriados, los indiferentes y los ingratos; y he recibido adulaciones y golpecitos en la espalda de los “amigos”. Dos pasquines, uno al lado del otro como triste paradoja, decían de la muerte de una niña de cuatro años y de una anciana de ochenta y cuatro. Lorenzo Varela, artesano del esparto, más bien joven, también regresó a la tierra donde será polvo.
En las montañas hermosas de Úbeda, con los primeros claros, he leído un par de libros de Natalio Rivas Santiago y he dejado, para otro agosto, la mitad de la obra de Chueca Goitia, sobre Andrés de Vandelvira en la provincia. Repasando la prensa del día, por Jaén me entero de que Cerámicas Góngora, de aquí también, ha obtenido el primer premio de la V Feria de Ceramistas de Málaga. Justicia, pues, a la calidad de las manos de Pedro Hidalgo Góngora. Noticias de las buenas fueron igualmente el anuncio del IV Concurso Nacional de Fotografía Ciudad de Úbeda para septiembre, y la celebración de un triduo a Santa Clara de Asís por la Comunidad de Religiosas Clarisas. El barrio del Alcázar, para no ser menos en el noticiero de agosto, lanzó al espacio los cohetes de sus fiestas y las campanas de sus advocaciones. Muy cerca, casi enfrente, en el Hogar del Pensionista se piensa ya en los actos de la tercera edad y, sin pensarlo dos veces, me hacen su pregonero.
Punto y aparte quiere la fuente de la Salobreja ‑Saludeja o Salud deja‑ porque, al pie mismo de la muralla, a dos metros del desaparecido baño de la reina mora, continúa manando agua, que dicen que es maná para enfermos de riñón, de hígado y hasta de amores. Y ya, transido de andar, de ver y de oír, tomo acomodo en la enorme plaza Vázquez de Molina y, mientras huelo a flores tardías y a nobles piedras mohosas que me cautivan, pongo el punto final a este itinerario último que, a su vez, acaba con mis vacaciones; y, satisfecho de mis gentes y presumiendo de mi ciudad sin excepciones, siento algo aquí dentro que, rebelde por salir, grita: «¡Hasta siempre Úbeda! ¡Hola, Jaén!».
(23‑09‑1988)